UN PAR DE MEDIAS DE SEDA (Kate Chopin EEUU 1850 - 1904)
La pequeña señora Sommers se encontró
inesperadamente un día con que era la feliz poseedora de quince dólares. Para
ella esa era una gran suma de dinero y la manera en que abultaba su viejo y
gastado porte-monnaie la
hacía sentirse importante como no se había sentido en años.
La cuestión de cómo invertir el dinero la mantuvo
muy ocupada. Por uno o dos días caminó en un estado de ensoñación, aunque en
realidad estaba absorta en especulaciones y cálculos. No quería actuar de
manera apresurada o hacer algo de lo que más tarde se arrepintiera. Pero fue en
las horas quietas de la noche, mientras las ideas se multiplicaban en su mente,
que creyó ver con claridad cómo usar ese dinero de la manera más juiciosa y
correcta.
Agregaría uno o dos dólares a la cantidad que
gastaba usualmente en los zapatos de Janie; así se aseguraría que duraran mucho
más tiempo. Compraría metros y metros de percal para las camisas de los niños y
para Janie y Mag. Siempre se esforzaba en hacerlas durar con su habilidad para
los arreglos. Mag necesitaba otro vestido. En las vidrieras había visto algunos
diseños preciosos, verdaderas gangas. Y todavía quedaría bastante para unas
medias —dos pares para cada uno—. ¡Y cuantos zurcidos que se ahorraría! Podría
conseguir gorras para los varones y unos sombreros de marinero para las niñas.
La visión de su pequeña prole, luciendo elegante y de estreno por una vez en la
vida la llenó de entusiasmo y la expectativa la desveló por completo.
Los vecinos comentaban a veces las “épocas mejores”
que la pequeña señora Sommers había conocido antes de haberse imaginado
siquiera como la señora Sommers. Ella misma no se permitía esa amarga
retrospección. No tenía tiempo, ni un minuto de tiempo, para dedicarle al
pasado. Las necesidades del presente absorbían todas sus facultades. La visión
del futuro como un oscuro y pequeño monstruo a veces la abatía, pero por suerte
el mañana nunca llega, como suele decirse.
La señora Sommers era una de esas mujeres que
sabían reconocer el valor de una oferta; podía pasarse horas de pie hasta llegar
paso a paso hasta el objeto anhelado que se vendiera al mejor precio. Sabía
cómo abrirse camino si era necesario; había aprendido a mantenerse con
perseverancia y determinación aferrada a la prenda hasta que fuera su turno, no
importaba cuánto tiempo tardara.
Pero ese día se sentía un poco débil y cansada.
Había comido algo ligero… ¡no! Ahora que lo pensaba, entre la comida de los
niños, el orden de la casa y prepararse para la batalla de las compras se había
olvidado por completo de su almuerzo.
Se sentó en un taburete giratorio frente a un
mostrador casi desierto, tratando de reunir fuerzas y coraje para enfrentarse
con la exaltada muchedumbre que rodeaba los parapetos donde se vendían los
patrones y las telas para las camisas de batista. Una sensación de debilidad
que hacía tiempo no sentía, la invadió de pronto y puso las manos al descuido
sobre el mostrador. No llevaba guantes. Notó entonces que su mano estaba
apoyada sobre algo muy suave, muy agradable. Al mirar hacia abajo vio que su
mano descansaba sobre unas medias de seda. Un letrero anunciaba que su precio
había bajado de dos dólares con cincuenta a un dólar con noventa y ocho
centavos y una joven que estaba de pie detrás del mostrador le preguntó si
deseaba ver la colección de medias. Sonrió como si le hubieran ofrecido
examinar una tiara de diamantes y tuviera la intención de comprarla. Pero
siguió tocando la tela suave, lujosa, con las dos manos ahora, sosteniéndola en
alto para observar su brillo y sentirla deslizándose como una serpiente entre
los dedos.
Dos manchas rojas aparecieron súbitamente en sus
pálidas mejillas. Miró a la joven.
—¿Habrá aquí algún par ocho y medio?
Sí, había muchos pares ocho y medio. De hecho,
había más pares en esa medida que en cualquier otra. Había azul claro, había
color lavanda, negro y varios tonos de tostado y de gris. La señora Sommers
tomó un par negro y lo miró con detenimiento un largo rato. Simulaba examinar
la calidad que la empleada le aseguraba era excelente.
—Un dólar y noventa y ocho centavos —dijo en voz
alta—. Está bien. Me llevo este par.
Le extendió a la chica un billete de cinco dólares
y esperó su vuelto y su paquete. ¡Qué envoltorio tan pequeño! Pareció
desaparecer en el fondo de su vieja y gastada bolsa.
La señora Sommers no se dirigió después al
mostrador de ofertas. Tomó el ascensor, que la llevó a un piso superior donde
estaban los probadores de mujeres. Allí, en un rincón apartado, se cambió las
medias de algodón por las nuevas de seda que acababa de comprar. No estaba
llevando a cabo un análisis minucioso, ni se debatía consigo misma, ni trataba
de explicarse el motivo de sus acciones. De hecho, no estaba pensando en
absoluto. Parecía que por el momento se había tomado unas vacaciones de esa
laboriosa y agotadora actividad y se había abandonado a un impulso mecánico que
guiaba sus acciones y la libraba de responsabilidades.
¡Qué bueno era sentir el roce de la seda natural
sobre la piel! Se le antojó reclinarse hacia atrás en el mullido sillón y
deleitarse en ese lujo por un rato. Así lo hizo unos minutos. Después se cambió
los zapatos, enrolló juntas las medias de algodón y las tiró dentro de la
bolsa. Enseguida se levantó, fue directo al sector de zapatos y se sentó para
probarse.
Era exigente. El empleado no lograba entenderla. No
podía conciliar los zapatos con sus medias. Y no era fácil de complacer. Se
levantaba un poco la falda y ponía sus pies hacia un lado y su cabeza hacia el
otro mientras contemplaba las botas brillantes de punta pronunciada. Su pie y
su tobillo se veían muy bonitos. No podía creer que le pertenecieran, que
fueran parte de ella. Quería algo con estilo y de calidad le dijo al joven
vendedor que la atendía y no le importaba si salían uno o dos dólares más
caros, siempre que consiguiera lo que ella quería.
Hacía mucho tiempo que la señora Sommers no usaba
guantes. En las raras ocasiones en que se había comprado un par, habían sido
siempre ofertas, tan baratos que hubiera sido absurdo y ridículo esperar que se
ajustaran a la perfección.
Ahora descansó el brazo sobre un almohadón en la
sección de guantes y una criatura preciosa, joven y agradable, de manos
delicadas le calzó unos guantes largos de “cabritilla”. Los acomodó con
suavidad en la muñeca, los abotonó cuidadosamente, y ambas se quedaron uno o
dos minutos admirando las pequeñas manos simétricas enguantadas. Pero había
otros lugares más en donde gastar dinero.
Había libros y revistas apiladas en la ventana de
un puesto unos pasos más allá, sobre la calle. La señora Sommers compró dos
revistas caras de las que solía leer en los días en que supo tener una vida más
cómoda. Las llevó sin envolver. Tan pronto como pudo se levantó un poco la
falda en la esquina. Las medias y las botas y los guantes de calce perfecto
habían hecho maravillas en su aspecto: le habían dado confianza, la sensación
de pertenecer a la multitud de los bien vestidos.
Tenía mucha hambre. En otro momento habría desoído
los ruidos de su estómago hasta llegar a su casa, donde se habría preparado una
taza de té y hubiera comido cualquier cosa. Pero el impulso que ahora la guiaba
no le permitía sufrir con esos pensamientos.
Había un restaurante en la esquina. Nunca había
atravesado su puerta; desde afuera algunas veces había echado un vistazo al
damasco inmaculado, al brillo de los cristales y los amables camareros que
atendían a gente a la moda.
Cuando entró, su apariencia no causó sorpresa ni
consternación, como había temido en cierta forma. Se sentó sola en una mesa
pequeña y un camarero muy atento se le acercó inmediatamente para tomar su
pedido. Ella no pretendía mucho. Comería solo un rico bocado: media docena de
ostras, un bol de berro, algo dulce, una crema frappe por ejemplo; una copa de
vino del Rin, y para terminar una tacita de café negro.
Mientras esperaba que le sirvieran se quitó los
guantes con estilo y los dejó a un lado. Luego tomó la revista y la hojeó,
separando las hojas con la punta filosa del cuchillo. Todo era muy agradable.
El damasco era más inmaculado de lo que parecía a través de la ventana y los
cristales eran todavía más brillantes. Había damas y caballeros que no
reparaban en ella y almorzaban en silencio en mesas pequeñas como la suya. Se
oía una agradable y dulce melodía y una suave brisa entraba por la ventana
abierta. Tomaba un bocado, leía una o dos frases, bebía un sorbo de vino ámbar
y movía los dedos de los pies dentro de las medias de seda. Lo que costara no
tenía importancia. Contó el dinero y dejó una moneda de más sobre la bandeja y
él camarero se inclinó ante ella como si fuera una princesa de sangre real.
Todavía tenía dinero en su cartera y la siguiente
tentación se le presentó en forma de afiche de matiné. Era un poco tarde cuando
entró al teatro, la obra ya había empezado y la sala parecía llena, pero había
asientos libres aquí y allá y la acomodaron en uno de ellos, entre damas
espléndidamente vestidas que habían ido a matar el tiempo y a comer dulces y a
lucir sus llamativos atuendos. Había muchos otros que estaban allí solo por la
obra. Pero con seguridad, se puede decir que ninguno le prestó tanta atención a
todo lo que los rodeaba como la señora Sommers. Ella unió todo: escenario,
actores y público en una única y amplificada experiencia, y la absorbió y
disfrutó. Se rió con la comedia y lloró; ella y la llamativa mujer sentada a su
lado lloraron con la tragedia. Y después hablaron un poco de ello. Y la
llamativa mujer se secó los ojos y se sonó la nariz con un delicado y perfumado
pañuelo con encaje y le pasó a la pequeña señora Sommers su caja de dulces.
La obra había terminado, la música dejó de sonar y
el público comenzó a salir en fila. Era como un sueño que se acaba. La gente se
dispersó en todas direcciones. La señora Sommers se dirigió a la esquina y
esperó el tranvía.
Un hombre de mirada penetrante, que se sentó frente
a ella, examinaba con interés su pequeño y pálido rostro. Le intrigaba
descifrar lo que había allí. En verdad, no veía nada, salvo que fuera brujo y
pudiera detectar el angustioso deseo, el intenso anhelo de que el tranvía no se
detuviera nunca en ninguna parte y siguiera rodando y rodando con ella para
siempre.
FIN
“En casa cuentos” por Gonzalo Aciar y
Guillermina Luján. 2020
Imagen Guillermina Luján.
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