TRENZADOR (Ricardo Güiraldes, Argentina 1886 – Francia 1927)
Núñez
trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.
Su
organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única
preocupación de su arte.
Sufrió
la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden
divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se
fue, atesorando un secreto que sus más instruídos profetas no han sabido
aclarar.
Fueron
para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos
hasta hacerlos escurridizos. Luego otras, las enseñanzas de saber más complejo.
Núñez
miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos,
mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de
lo enseñable.
Una
vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso
se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto, mientras los
otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía
con simplicidad.
Era
un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos
habituales de decoración, uniría inspiraciones personales de árboles y animales
varios.
Iba
despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos
como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las pullas de los compañeros,
que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.
¿Qué
haría Núñez, tan a menudo encerrado en su cuarto?
Esa
curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.
Entró
de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que
pudo retirarse sin ser sentido.
Al
concluir la siesta, mandole llamar, encargándole, irónicamente, compusiera unas
riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones, sobre el modelo
inimitable de un trenzador muerto.
Al
día siguiente estaba la orden cumplida. La obra antigua parecía de aprendiz.
Fue
un advenimiento.
Así
como un pedazo de grasa se extiende sobre la sartén caldeada, corrió la fama de
Núñez.
Los
encargos se amontonaron. El hombre tuvo que dejar su labor para atender
pedidos. Todos sus días, a partir de entonces, fueron atosigados de trabajo, no
teniendo un momento para mirar hacia atrás y arrepentirse o alegrarse del
cambio impuesto.
Meses
más tarde, para responder a las exigencias de su clientela, mudose al pueblo,
donde mantuvo una casa suficiente a sus necesidades de obrero.
Perfeccionábase,
malgrado lo cual una sombra de tristeza parecía empañar su gloria.
Nunca
fue nadie más admirado.
Decíanlo
capaz de trenzar un poncho tan fino, tan flexible y sobado como la más preciada
vicuña. Remataba botones con perfección que hacía temer brujería; ingería
costuras invisibles; le nombraban como rebenquero.
La
maceta de sobar era parte de su puño; el cuchillo, prolongación de sus dedos
hábiles. Entre el filo y el pulgar salían los tientos, que se enrulaban al
separarse de la hoja. Aleznas de diferentes tamaños y formas asentaban sus
cabos en el hueco de la mano como en nicho habitual. Humedecía los tientos,
haciéndolos patinar entre sus labios; después corríalos contra el lomo del
cuchillo, hasta dejarlos dúctiles e inquebrables.
Corre
también que poseyó una curiosa yegua tobiana. Cada año le daba un potrillo obscuro
y otro palomo. Núñez los degollaba a los tres meses para lonjearlos, combinando
luego blancos y negros en sabias e inconcluibles variaciones nunca repetidas.
Durante
cuarenta años, puso el suficiente talento para concluir lo acordado con el
cliente.
Hizo
plata, mucha plata; lo mimaron los ricachos del partido, pero hubo siempre una
cerrazón en su mirada.
Viejo
ya, la vista le flaqueaba a ratos, y no alcanzó a trabajar más de cuatro horas
al día. Cuando insistía sobre el cansancio, las trenzas salían desparejas.
Entonces
fue cuando Núñez dejó el oficio.
El
pobre, casi decrépito, pudo al fin disponer libremente de su vida.
No
quería para nada tocar una lonja, y evitaba las conversaciones sobre su oficio,
hasta que, de pronto, pareció recaer en niñez.
Le
tomó ese mal un día que, por acomodar un ropero, dio con el bozal que empezara
en sus mocedades. El viejo, desde ese momento, perdió la cabeza; abrazó las
guascas enmohecidas, y olvidando su promesa de no trenzar más, recomenzó la
obra abandonada cincuenta años antes, sin dejarla un minuto, en detrimento de
sus ojos gastados y de su cuerpo, cuya postura encorvada le acalambraba.
Cada
vez más doblado, en la atención fatal de aquel trabajo, murió don Crisanto
Núñez.
Cuando
lo encontraron duro y amontonado sobre sí mismo, como peludo, fue imposible
arrancarle el bozal que atenazaba contra el pecho con garras de hueso. Con él
tuvieron que acostarlo en el lecho de muerte.
Los
amigos, la familia, los admiradores, cayeron al velorio, y se comentó aquella
actitud desesperada con que oprimía el trabajo inconcluso.
Alguien,
asegurando era su mejor obra, propuso cortarle al viejo los dedos para no
enterrarle con aquella maravilla.
Todos
le miraron con enojo: ¡cortar los dedos a Núñez, los divinos dedos de Núñez!
Un
recuerdo curioso e indescifrable queda del gesto de zozobra con que el viejo
oprimía lo que fue su primera y última obra. ¿Era por no dejar algo que
consideraba malo? ¿Era por cariño? ¿O simplemente por un pudor de artista, que
entierra con él la más personal de sus creaciones?
FIN
“En casa cuentos” por Gonzalo Aciar y
Guillermina Luján. 2020
Imagen Guillermina Luján.
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