LA MADRE (Ciro Alegría, Perú 1909 - 1967)
Cerca de la barraca corría un pequeño
río, encauzado entre árboles, lamiendo tallos y viejas raíces retorcidas. Podía
llamarse Yavarí o Ingaraparaná o Porá o Yarobé. Podía tener cualquier nombre
extraído de los rumores de la floresta, de las extrañas voces con que se
entienden el vegetal, la fiera y el salvaje. Ese río va a engrosar otros,
formando parte del sistema circulatorio de la selva, sanguíneo ramaje que riega
puertos soñados en la manigua y cuyos nombres son agrandados por el deseo de
encontrarlos: Contamana, Nauta, Iquitos, Manaos. Y más allá, lejos, cuando
todos los líquidos caminos son uno solo, cuando el gran río, el Amazonas, el más
colmado y ancho de los ríos, se hunde en el Atlántico, y aún más allá, donde
apunta la aguja de la brújula, fulge el nombre rutilante: Nueva York.
Columbrando en sueños su resplandor encendido con una alegría de alto puntaje
en la bolsa de valores, estaban los hombres en la noche de la manigua,
extrayendo el caucho, en una voluntariosa lucha con el riesgo, esperando vivir.
De surcada por aquel pequeño río
llegaron Cárpena y Jiménez, servidos por dos bogas, en un atardecer que
amontonaba sobre los árboles pesadas nubes, sombras trémulas e inquietos vuelos
de pájaros. Habían navegado en canoa desde el amanecer. Todo el día escucharon
el monótono chapoteo de los remos accionados por los bogas, cetrinos indios de
rictus bárbaro. Cárpena era un novato y Jiménez, con quien se reunió para
cumplir la última etapa de su viaje, gozaba relatándole hazañas y
acontecimientos. Empleaba un tono de bromista jactancia. De repente, se puso a
hablar de las anacondas. ¡Cuidado! De un solo coletazo podían volcar la canoa.
En el agua había caimanes. “Y por ahí ¿lo ve?, en esa zona viven los indios
cashivos. Son indomables. Matan a la gente, la queman y beben las cenizas
disueltas en masato.” Cárpena trataba de no mostrarse impresionado. Por último,
Jiménez recomendó:
—Sobre todo, amigo, aquí hay que
olvidarse de que uno tiene sentimientos. ¿Nobles, se dice? Ahí está don Floro;
lo va a conocer: ése ya no tiene corazón.
Cuando la canoa, con el alegre impulso
del arribo, hirió la arena de la orilla. Cárpena descansó, más que de estar
encogido, de la charla de su compañero. Los caucheros de la barraca los
recibieron entre voces y abrazos alborozados. “¿Y qué hay por Iquitos?” “¿Traen
balas?” “¡Ah, qué bien!” “¿Y conservas?” “¿No?” “¡Diantre, ya estamos hartos de
mono!” “Echar atrás a los japoneses tomará tiempo.” “Habrá mercado para nuestro
caucho.” “¡Duraznos al jugo!” “¡Al menos una lata!” “¿Usted es nuevo?” “Se le
ve en la cara”. “Pasen, pasen a descansar...”.
Cayó la noche y Cárpena y Jiménez
continuaban metidos en las hamacas de fibra, contestando preguntas que la
curiosidad y la nostalgia ponían en los labios de sus amigos. Después
encendieron una linterna y rodearon la mesa de rijosos maderos. La comida fue
sobria. El pescado llamado paiche con un plátano verde llamado inguire, la
pasta de yuca conocida por fariña y, para celebrar la llegada, un buen trago de
aguardiente de caña. Blancas mariposas nocturnas revoloteaban en torno a la
luz. Afuera hablaban los bogas y otros indios salvajes de lengua tronante. Los
caucheros hacían salir su voz desde una cara invadida por barbas revueltas.
—No se afeite, amigo Cárpena. La barba
impide que le piquen los mosquitos.
Cárpena, por su parte, trató de
preguntar todo lo que pudo. Su ignorancia producía risa a menudo. Pero supo al
menos lo necesario acerca de sus compañeros y se le reafirmó la idea de que en
la selva había que ser duro.
Cuando apagaron la luz y se tendieron a
dormir, comenzó a soplar un viento de tenaz mugido. Un cauchero dijo a don
Floro:
—Está bien eso; se llevará a los mosquitos.
Y usted lleve mañana a Cárpena al monte. Ya tendrá tiempo de ahumar.
Cárpena había visto en Iquitos las
bolas de caucho y el atosigante trabajo de ahumarlas. Menos mal que ahora lo
destinaban a otra cosa. Podía considerar, inclusive, que estaba con suerte. Le
gustaba tener que acompañar a don Floro. Según se había enterado, éste era un
rumbero, o sea el hombre que en medio del laberinto vegetal de la selva,
encuentra siempre el rumbo. Había leído una novela en la cual se contaba cómo
un rumbero a quien le falló el sentido de dirección, mientras guiaba a un grupo
de caucheros, perdió a su angustiada tropa en la incertidumbre del bosque sin
caminos y de la mente enloquecida. Pero don Floro parecía incapaz de
extraviarse. Era un sesentón membrudo de ojos de jaguar y la consabida barba
enmarañada y sucia. La piel blanca había adquirido tonos ocres y verdosos tal
si se le hubieran pegado del bosque, y las barbas grises parecían un manojo de
esos bejucos parásitos que cuelgan de los troncos.
Don Floro, al calmarse un poco el
viento, barbotó con su vozarrón despacioso:
—Se
me hace que, por allá, al sur, hay una partida de monos. Están chillando con el
ventarrón. Diría que hay un monito chico entre ellos. ¿No lo oyen? Lo voy a
atrapar mañana. Con darle un tiro a la madre...
—¿Y cómo los vamos a encontrar?
—preguntó Cárpena con una respetabilísima ingenuidad.
Los comentarios y las risas rebotaron
de hamaca en hamaca. Don Floro apagó su carcajada de trueno y dijo:
—Muchacho: yo les sé las costumbres.
Esos monos seguirán caminando desde antes del amanecer. Y que me corten el
cogote si no se paran en una mancha de palmeras que he visto. Hay mucho coco
ahí. Ya verás, ya verás...
—¿Y usted los oye realmente? —preguntó
de nuevo Cárpena.
—Claro que los oigo —aseguró don
Floro—, cuando el viento calma, se los oye. Chillan como unos condenaos...
Deben estar a unas veinte cuadras de aquí...
Con
el sueño, en la barraca se adensó el silencio. Cárpena buscó nuevas palabras
entre la sombra. Sólo hablaba el viento, de rato en rato, con una voz cargada
de espacios selváticos, misteriosa y profunda.
El bisoño tenía veinte años y un puñado
de familiares recuerdos. Su experiencia de la selva se reducía al viaje que
había hecho para llegar a la barraca. Provenía de tierra sin muchos árboles, de
la costa peruana, donde cada valle está flanqueado por desiertos de arena y
piedra. Él se había nutrido del cuidado materno, de lecturas de Salgari y
grandes proyectos personales. Ahora la aventura cobraba un sesgo real, al
enfrentar la realidad sentíase desarmado, y los grandes proyectos parecían
perdidos como las estrellas.
La
noche le vendaba los ojos. Cárpena terminó por sentirse solo y la nostalgia de
la madre le creció pecho adentro. En la hamaca se acurrucó tal si estuviera en
el regazo materno y un sentimiento de ternura, próximo y distante, lo envolvió
dándole una sensación de timidez a la que se mezclaba una creciente tristeza.
Aulló un jaguar a lo lejos y una luciérnaga trazó un fugaz hilo de luz. El
muchacho fue llamado a la realidad. Trató de rehacerse y de insistir en su
determinación de ser duro. El —pensaba— sabría luchar también. Después tendría
dinero y la firmeza de los que triunfan en la vida. Pero debía ser fuerte.
Reacio a toda mella como las rocas y los palos de chonta. Él también se
curtiría... Tenía que ser un cauchero de veras, un hombre de la selva... él
también... Al fin se durmió.
A la mañana siguiente, Cárpena, que
pese a sus esfuerzos tenía el aire inseguro del recién llegado, salió con don
Floro, el rumbero, a cazar monos. Cárpena marchaba mirando a todos lados, tal
si un peligro inmediato le estuviera azotando los flancos. ¡No fuera que una
boa, que un jaguar, que un caimán, que un indio salvaje! Don Floro iba delante,
empeñado en escrutar lo alto con sus vivaces ojos de fiera.
Ambos llevaban fusiles a la espalda y
caminaban por una angosta trocha. Las hojas caídas, rojinegras y pardas,
llenaban el suelo despidiendo, al podrirse, un olor acre. El musgo y toda laya
de plantas parásitas escoriaban los tallos innumerables. Era ése un mundo
intestinal que realizaba laboriosamente su digestión de árboles.
Cárpena avanzaba muy pegado al rumbero,
como si de la proximidad a aquel hombre dependiera su vida. Aprendería de él.
Don Floro le enseñaría los secretos del bosque. El baqueano ya había
desempeñado igual tarea muchas veces y la tomaba con gusto. Hablaba, comenzando
a enseñar la pulseada del bosque, mientras apartaba a manotadas las ramas que
ya querían cerrar la trocha y se interponían a su paso.
—¡Ah, muchacho! Soy antiguazo aquí.
Vine mocoso como tú, cuando la primera busca del caucho. No sé si quedará
retazo de bosque que no haya andao. Bueno, esto es mucho; pero te digo que
conozco la cosa. ¿Sabes las rayas de tu mano? ¿No? Pues yo sé las del bosque.
Una media bruja de la ciudad, veía las rayas de la palma de la mano y decía que
ahí estaba el destino. Esta es una mano que hay que saberla ver lo mismo. Aquí hay también destino...
Tropezaron con un árbol cubierto de
cortaduras y lacras, un pobre ser de los bosques al que habían hecho padecer un
raro suplicio. Las incisiones y los tajos llenaban su hermoso tallo. Aún había
rastros de la sangre blanca que vertiera.
—Caucho explotao —explicó don Floro. Y
prosiguió—: Ahora pa encontrarlo, hay que caminar lejos. Han macheteao duro los
muchachos. Antes dabas un machetazo al aire y salía jebe. Ahora hay que caminar
hasta donde el duende tiene su guarida, que es lejos, y no encuentras.
De la cintura de don Floro colgaba un
largo machete metido en vaina de cuero.
—Bueno, todo está lejos. Nos tomará
tiempo encontrar a los monos. No se ve ni uno por lo alto. Por eso estoy
hablando sin consideración. ¿Has comido mono? ¿No? Ya comerás. Al principio,
viéndolos listos, parecen niños asaos y no dan ganas de comerlos. Pero, la
necesidá... Esa lo hace todo. Con el tiempo, te los comes como si tal cosa...
Hay que comer mono. No siempre tienes suerte y encuentras pavas y tapires...
La trocha se fue borrando. Cárpena
sintió como que el bosque se adueñaba de ellos. Un rumor confuso y perenne
flotaba sobre sus cabezas y no se veía otra cosa que tallos, ramas y lianas. El
rumbero se volvió hacia el mozo cogiendo su fusil con las dos manos, Cárpena lo
imitó maquinalmente.
—Ssschcht —musitó el conocedor,
continuando muy bajito—: Silencio..., que no se asusten los monos. Ponen a uno
de guardián y si nos hacemos notar, ése da el grito y escapan...
Y siguió adelante, eludiendo las lianas
blandamente y pisando con suavidad. El fusil, dirigido a lo alto, parecía tan
alerta como sus ojos. Si Cárpena, con un movimiento inhábil producía algún
rumor, don Floro volteaba hacia él, en un mudo reproche. Para peor, aumentaban
las lianas, las ramas, los altos tallos. Crecía el bosque, se agrandaba ante
los ojos del recién llegado. No lograba ver nada preciso en las copas.
¿Distinguiría don Floro la caza? De cuando en vez, sonaban los aletazos de un
pájaro que huía entre el follaje. Y los hombres ligeramente agazapados, en
acecho, avanzaban sin tregua hacia su insegura presa. Era fatigosa la marcha y
más teniendo que cuidar el silencio. En las hojas caídas dejaban un pequeño
rastro, pero otras se amontonaban pronto sobre ellas, borrándolo. Al cruzar por
un terreno pantanoso, la huella de un tacón se mostró a los ojos del novato,
desde la blanda gleba de un charco. Otro hombre había estado por allí, como lo
atestiguaba su seña y sin embargo la naturaleza, hostil y recogida en sí misma,
parecía haber ignorado siempre su presencia. Los pantanos se precisaron más y
tuvieron que bordeados. Oscuras y quietas aguas, se embalsaban al pie de
grandes árboles tranquilos. Y traspuesta esa zona, otra vez el lecho de hojas,
y las ramas y lianas obstaculizantes, y la penumbra bajo las altas copas
estremecidas. El sol se filtraba a ratos en haces oblicuos, haciendo ver
grietas de troncos añosos y tierno musgo. Sobre la tersura de un tallo plomizo,
destacó una inscripción:
Las letras hondas, grabadas a cuchillo, denotaban
un pulso recio. Cárpena tocó el brazo de don Floro y, al volverse éste, le
mostró el nombre. En verdad, nadie lo llevaba en la barraca. Allí estaban el
“chino” Cortez, el español Segovia, el “negro” Domingo y también Jiménez y
Díaz. No había ninguno que se llamara así. El rumbero se encogió de hombros
como diciendo: “¿Para qué te ocupas de tonterías, cuando estamos empeñados en
encontrar importantes monos?” Pero, tratando de dar una explicación, se señaló
el cuello en un gesto de cortárselo y reanudó la marcha silenciosamente. Había
muerto Pedro J. Ramírez. Como Cárpena, sin duda, dejó su lugar nativo para
lanzarse a esos mundos con un equipo de cauchero y de sueños. He allí que ya no
quedaba de él, sino un nombre grabado en el tallo de un árbol perdido en medio
de la selva. Desde el fondo del bosque, hablaba un muerto en la supervivencia
de un vegetal impasible. Nada más. Cárpena se resistía a deplorarlo. Ahí —ya lo
veía— era innecesaria la compasión. Sería duro como don Floro. Igual que el
rumbero, sabría recorrer el bosque, por un lado y otro, sin perderse ni
lamentar lo irremediable.
Don Floro seguía avanzando con los ojos y el fusil
vigilantes. Se detuvo de súbito colocándose una mano tras la oreja, a modo de
pantalla. Un débil chillido venía de lejos. ¿De dónde? El rumbero volteó la
cabeza a todos lados y luego tomó la dirección. Cárpena lo seguía hecho ojos y
oídos. Pero sin pensar precisamente en que el fusil le iba a servir de algo. La
anunciada “mancha” de palmeras hizo blanquear sus tallos en medio de la inmensidad
verde gris. Don Floro se detuvo de nuevo y echóse a la cara el fusil. La
tropilla de monos escandalizaba haciendo piruetas y arrojando cocos. El que
estaba próximo, que era sin duda el vigía, distinguió a los cazadores y lanzó
un grito estridente, pero ya era tarde. Don Floro disparó. También disparó
Cárpena hacia un pequeño ser gesticulante que se contorsionaba entre las ramas.
Los micos huyeron a grandes saltos por las copas, chillando y dando alaridos.
En pocos segundos se perdió el eco de sus voces en la tranquila inmensidad de
la selva.
Pero uno de ellos se había quedado. Trató de
sostenerse enroscando la cola en una rama, pero después cayó sobre la hojarasca
con un ruido blando. Los cazadores acudieron. Era una mona que tenía a su
pequeño hijo en brazos. El balazo le había roto el pecho. Miró a los hombres
con ojos de pánico y odio, pero después los fijó amorosamente en el pequeño.
Con todas sus fuerzas abrazaba al hijo. Trataba de que el aterrorizado monito
se le pegara al magro seno y luego le acercaba la boca a la teta. Sacudida por
los estertores de la muerte, únicamente se preocupaba de que el pequeño mamara,
de que pudiera vivir. Ninguno de los hombres atinó a rematarla, viendo esa
grande y maternal defensa de la vida. La madre quería a toda costa salvar al
hijo. Sus ojos brillaban sobre él, llenos de ternura, y al estrecharlo
brindábale empecinadamente los exiguos pezones. Pero el monito chillaba viendo
a los cazadores, sin desprenderse del seno, invitando más bien a la fuga con su
actitud medrosa. ¡Si ella hubiera podido huir! Miró por última vez a los
hombres y de nuevo al hijo. Persistió en su empeño de que mamara, ya muy
débilmente, pues las fuerzas sin duda la abandonaban. Y la muerte llegó al fin
y rindióse a ella en medio de una estremecida agonía. Se aquietó para siempre
con el hijo en brazos, dada íntegramente a él, en un gesto de suprema
solicitud. En el vasto silencio que cayó sobre la selva, sólo se escuchaban los
gemidos del monito, cogido del inmóvil y sangrante cuerpo materno. Aferrado a
él, parecía pedirle que lo amparara.
Cárpena no pudo contenerse más y, apoyándose en un
tronco, se puso a sollozar como un niño. Don Floro trataba de consolarlo:
—Bah, muchacho, ya pasará. Se acostumbra uno.
Después de todo, no fue tuyo el tiro...
Mas el rumbero se felicitaba en su interior de la
penumbra del bosque y de la ancha falda de su sombrero de palma, que le
apretaba sombra sobre la cara. Una terca lágrima había rodado por su mejilla.
Haciéndose a un lado, discretamente, se la enjugó con la manga de la camisa.
FIN
“En
casa cuentos. Trasnoche” por Gonzalo Aciar y Guillermina Luján. 2020
Imagen
Guillermina Luján y Gonzalo Aciar.
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