EL BARRIL DE AMONTILLADO (Edgar Allan Poe, EEUU 1809-1849)
Lo
mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó
el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi
carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra
con respecto a mi propósito. A la
larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido
definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda
idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar
impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al
vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a
quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es
preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para
que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre,
sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces,
tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel
Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno
de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un
entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los
catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el
tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los
millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato,
como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos
añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de
él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y
siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una
tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me
acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre
estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas
de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con
cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su
mano como en aquel momento.
-Querido
Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué
buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que
llaman amontillado, y tengo mis dudas.
-¿Cómo?
-dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
-Por
eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería
de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No
había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
-¡Amontillado!
-Tengo
mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y
he de pagarlo.
-¡Amontillado!
-Pero
como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es
un buen entendido. Él me dirá…
-Luchesi
es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
-Y,
no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
-Vamos,
vamos allá.
-¿Adónde?
-A
sus bodegas.
-No
mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted
algún compromiso. Luchesi…
-No
tengo ningún compromiso. Vamos.
-No,
amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho
frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de
salitre.
-A
pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a
usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo
esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y,
ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi
palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la
festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la
mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la
casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la
inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí
dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié,
haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje
que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera,
recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los
últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo
de las catacumbas de los Montresors.
El
andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban
a cada una de sus zancadas.
-¿Y
el barril? -preguntó.
-Está
más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en
las paredes de la cueva.
Se
volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas
de la embriaguez.
-¿Salitre?
-me preguntó, por fin.
-Salitre
-le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
-¡Ejem!
¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!…!
A
mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
-No
es nada -dijo por último.
-Venga
-le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted
rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro
tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto.
Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad.
Además, cerca de aquí vive Luchesi…
-Basta
-me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
-Verdad,
verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero
debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y
diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de
otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
-Beba
-le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse
la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con
familiaridad. Los cascabeles sonaron.
-Bebo
-dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
-Y
yo, por la larga vida de usted.
De
nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
-Esas
cuevas -me dijo- son muy vastas.
-Los
Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
-He
olvidado cuáles eran sus armas.
-Un
gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante,
cuyos dientes se clavan en el talón.
-¡Muy
bien! -dijo.
Brillaba
el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a
causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos,
mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las
catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un
brazo, más arriba del codo.
-El
salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de
las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran
por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa
tos…
-No
es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí
un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos
llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un
ademán que no pude comprender.
Le
miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No
comprende usted? -preguntó.
-No
-le contesté.
-Entonces,
¿no es usted de la hermandad?
-¿Cómo?
-¿No
pertenece usted a la masonería?
-Sí,
sí -dije-; sí, sí.
-¿Usted?
¡Imposible! ¿Un masón?
-Un
masón -repliqué.
-A
ver, un signo -dijo.
-Éste
-le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
-Usted
bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el
amontillado.
-Bien
-dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse
pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos
por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego,
descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del
aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de
la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido
alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de
nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres
lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del
cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo,
formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había
quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía
otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y
con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso
determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes
pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una
de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En
vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la
profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
-Adelántese
-le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi…
-Es
un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido
inmediatamente por mí.
En
un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la
roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido
encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro,
separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con
los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado
aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del
recinto.
-Pase
usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre.
Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No?
Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle
algunos cuidados que están en mi mano.
-¡El
amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
-Cierto
-repliqué-, el amontillado.
Y
diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he
aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta
cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda
de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había
colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que
la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio
que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto.
No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y
obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera
y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó
unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y
me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel
rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta,
sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho.
De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había
ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una
serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre
encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante
un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas
por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme.
Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a
acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los
repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que
gritaba acabó por callarse.
Ya
era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava,
novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y
quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su
peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces
salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con
una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble
Fortunato. La voz decía:
-¡Ja,
ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos
luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
-El
amontillado -dije.
-¡Je,
je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos
en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí
-dije-; vámonos ya.
-¡Por
el amor de Dios, Montresor!
-Sí
-dije-; por el amor de Dios.
En
vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé
en alta voz:
-¡Fortunato!
No
hubo respuesta, y volví a llamar.
-¡Fortunato!
Tampoco
me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé
caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el
corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a
terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra
y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra
la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!
FIN
“En casa cuentos. Trasnoche” por
Gonzalo Aciar y Guillermina Luján. 2020
Imagen Guillermina Luján.
Comentarios
Publicar un comentario