HISTORIA DE LA BELLEZA 4: Apolíneo y Dionisíaco (Umberto Eco, Italia 1932-2016)
Apolo de Belvedere, copia romana del original del siglo
IV a.C., siglo I, Roma, Museo del Vaticano.
Lisipo, Estatuilla de Alejandro cazador, 300-250 a.C., Roma, Museo de Villa
Giulia.
Los dioses de Delfos
Según la
mitología, Zeus habría asignado una medida apropiada y un justo límite a todos
los seres: el gobierno del mundo coincide así con una armonía precisa y
mensurable, expresada en las cuatro frases escritas en los muros del templo de Delfos:
«Lo más exacto es lo más bello», «Respeta el límite», «Odia la hybris (insolencia)», «De nada
demasiado». En estas reglas se basa el sentido general griego de la belleza, de
acuerdo con una visión del mundo que interpreta el orden y la armonía como
aquello que pone un límite al «bostezante Caos» de cuya garganta brotó, según
Hesíodo, el mundo. Visión que cae bajo la protección de Apolo, que efectivamente está representado entre las Musas en el
frontón occidental del templo de Delfos. Pero en el mismo templo (que se
remonta al siglo IV a.C.), en el frontón oriental opuesto, está representado
Dionisos, dios del caos y de la desenfrenada infracción de todas las reglas.
Esta
presencia conjunta de dos divinidades antitéticas no es casual, aunque no ha
sido tratada hasta Nietzche, en la edad moderna. En general, expresa la
posibilidad, siempre presente y periódicamente reconocida como verdadera, de
una irrupción del caos en la bella armonía. Más concretamente, se expresan
algunas antítesis significativas que permanecen sin resolver en la concepción
griega de la belleza, que resulta ser mucho más compleja y problemática de lo
que indican las simplificación es efectuadas por la tradición clásica.
Una primera
antítesis es la que se produce entre belleza y percepción sensible. En efecto,
si la belleza es perceptible aunque no completamente, porque no toda ella se
expresa en formas sensibles, se abre una peligrosa incisión entre apariencia y
belleza: incisión que los artistas intentarán mantener entreabierta, pero que
un filósofo como Heráclito descubrirá en toda su amplitud, afirmando que la
belleza armónica del mundo se manifiesta como desorden casual.
La segunda
antítesis enfrenta sonido y visión, las dos formas de percepción privilegiadas
por los griegos (probablemente porque, a diferencia del olor y del sabor, se
pueden reducir a medidas y órdenes numéricos): aunque se reconozca a la música
el privilegio de expresar el alma, solo a las formas visibles se aplica la definición de bello (kalón) como «lo que agrada y atrae». Así
pues, desorden y música constituyen un especie de lado oscuro de la belleza
apolínea armónica y visible, y como tales se incluyen en la esfera de acción de
Dionisos.
Esta
diferencia se entiende se entiende si se tiene en cuenta que una estatua debía
representar una «idea» (y, por tanto, suponía una contemplación detenida),
mientras que la música se interpretaba como algo que suscita pasiones.’
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