UN LINDO ASUNTO DE AMOR (Charles Bukowski, Alemania 1920 – EEUU 1994)
Me arruiné, de nuevo, pero esta vez en el Barrio Francés de
Nueva Orleans, y Joe Blanchard, director del periódico underground OVERTHROW me
llevó a aquel sitio de la esquina, uno de esos edificios blancos y sucios de
ventanas verdes y escaleras que suben casi en vertical. Era domingo y yo
esperaba un envío de derechos, no, un adelanto por un libro pornográfico que
había escrito para los alemanes, pero los alemanes no hacían más que escribirme
contándome aquel cuento del propietario, el padre, que era un borracho, y ellos
estaban endeudados porque el viejo les había retirado los fondos del banco, no,
les había dejado sin pasta porque se la había gastado en beber y joder y
correrse juergas y, en consecuencia, estaban arruinados, pero andaban dando los
pasos necesarios para echar a patadas al viejo y tan pronto como...
Blanchard tocó el timbre.
Salió a la puerta la vieja gorda, que pesaría entre cien y
ciento veinte kilos. Su vestido era como una inmensa sábana y tenía los ojos
muy pequeños. Creo que era lo único pequeño que tenía. Era Marie Glaviano,
propietaria de un café del Barrio Francés, un café muy pequeño. Esta otra cosa
suya tampoco era grande: el café. Pero era un café majo, con manteles
rojiblancos, platos caros y muy pocos clientes. Junto a la entrada había una de
esas antiguas muñecas negras de pie. Esas viejas muñecas significan los buenos
tiempos, los viejos tiempos. Pero los buenos y viejos tiempos ya se habían ido.
Los turistas eran ya mirones. Sólo querían pasear por allí y mirar las cosas.
No entraban en los cafés. Ni siquiera se emborrachaban. Nada era rentable ya.
Los buenos tiempos se habían terminado. Nadie daba nada y nadie tenía dinero, y
si lo tenían se lo guardaban. Era una nueva era y no precisamente muy
interesante. Todos andaban buscando el modo de destrozar al otro, todos
revolucionarios y cerdos. Era una buena diversión y además gratis, con lo que
todos podían conservar su dinero en el bolsillo, si es que lo tenían.
—Hola, Marie —dijo Blanchard—. Este es Charley Perkin.
Charley, esta es Marie.
—Hola —dije yo.
—Hola —dijo Marie Glaviano.
—Entremos un momento, Marie —dijo Blanchard.
(El dinero siempre tiene dos inconvenientes: demasiado o
demasiado poco. Y allí estaba yo otra vez en la etapa «demasiado poco».)
Escalamos las empinadas escaleras y la seguí por uno de esos
sitios largos largos, hechos sólo de un lado: quiero decir, todo longitud y sin
anchura. Llegamos a la cocina y nos sentamos a una mesa. Había un jarro con
flores. Marie abrió tres botellas de cerveza.
—Bien, Marie —dijo Blanchard—, Charley es un genio. Está en
un apuro. Estoy convencido de que saldrá de él, pero entretanto... entretanto,
no tiene dónde estar.
Maríe me miró:
—¿Eres un genio?
Bebí un buen trago de cerveza.
—Bueno, la verdad es que es difícil de explicar. Suelo
sentirme como una especie de subnormal la mayoría de las veces. Me gustan todos
esos bloques blancos de aire grandes y enormes que tengo en la cabeza.
—Puede quedarse —dijo Marie.
Era lunes, el único día libre de Marie, y Blanchard se
levantó y nos dejó allí en la cocina.
Sonó la puerta de entrada: se había ido.
—¿Y tú qué haces? —preguntó Marie.
—Vivo de la suerte —dije.
—Me recuerdas a Marty —dijo ella.
—¿Marty? —pregunté, pensando, Dios mío, aquí llega. Y llegó.
—Bueno, eres feo, sabes. En realidad, no quiero decir feo,
sabes, pareces cascado. Realmente cascado, más incluso que Marty. Y el era un
luchador. ¿Fuiste tú luchador?
Ese es uno de mis problemas: nunca fui capaz de luchar gran
cosa.
—De todos modos, tienes el mismo aire que Marty. Estás
cascado pero eres bueno. Conozco tu tipo. Conozco a un hombre cuando le veo. Me
gusta tu cara. Es una cara buena.
Incapaz de decir nada sobre su cara, pregunté:
—¿Tienes cigarrillos, Marie?
—Claro, querido —hurgó en aquella gran sábana que era su
vestido y sacó un paquete lleno de entre las tetas. Podría haber tenido allí la
compra de una semana. Resultaba divertido. Me abrió otra cerveza.
Eché un buen trago, y luego dije:
—Creo que podría joderte hasta hacerte aullar.
—Un momento, Charley dijo ella—, no quiero oírte hablar así.
Yo soy una buena chica. Mi madre me educó como es debido. Si sigues hablando
así, no puedes quedarte.
—Disculpa, Marie, bromeaba.
—Pues no me gusta ese tipo de bromas.
—Claro, comprendo. ¿Tienes whisky?
—Escocés.
—Vale el escocés.
Trajo una botella casi llena y dos vasos. Nos servimos
whisky y agua. Aquella mujer la había corrido. Eso era evidente. Probablemente
tuviese diez años más que yo. En fin, la edad no era ningún crimen. Pero la
mayoría de la gente envejece mal.
—Eres exactamente igual que Marty —repitió.
—Pues tú no te pareces a nadie que yo conozca —dije.
—¿Te gusto? —preguntó.
—Estás empezando a gustarme —dije, y a esto no me contestó
con ningún exabrupto.
Bebimos otra hora o dos, básicamente cerveza, pero con un
poco de whisky de vez en cuando y luego me acompañó hasta abajo a enseñarme mi
cama. Y de camino pasamos un cuarto y ella me dijo:
—Esa es mi cama. —Era muy ancha. Mi cama estaba junto a
otra. Muy extraño. Pero no significaba nada.
—Puedes dormir en cualquiera de las dos —dijo Marie— O en
las dos.
Había algo en todo aquello que parecía como un rechazo...
Bueno, en fin, por la mañana desperté y la oí a ella
revolver en la cocina, pero lo ignoré como haría cualquier hombre prudente, y
la oí poner la televisión para escuchar las noticias de la mañana (tenía la
televisión en la mesa del desayuno), y oí el ruido de la cafetera, olía
magníficamente pero el aroma del tocino y los huevos y las patatas no me
agradó, y el rumor de las noticias de la mañana no me agradó, y tenía ganas de
mear y mucha sed, pero no quería que Marie supiese que estaba despierto, así
que esperé, meándome casi (jajá, sí), pero quería estar solo, quería ser dueño
absoluto del lugar y ella seguía hurgando y hurgando por allí, hasta que al fin
la oí pasar corriendo ante mi cama...
—Tengo que irme —dijo—, voy con retraso.
—Adiós, Marie —dije.
Cuando se cerró la puerta, me levanté y fui al cagadero y me
senté allí y meé y cagué, allí sentado, en Nueva Orleans, lejos de casa, de
donde estuviese mi casa, y luego vi una araña sentada en una tela en el rincón,
mirándome. Aquella araña llevaba allí mucho tiempo, me di cuenta, mucho más que
yo. Primero pensé en matarla. Pero era tan gorda y tan fea y parecía tan feliz,
parecía la propietaria del local. Tendría que esperar un tiempo, hasta que
fuese oportuno. Me levanté, me limpié el culo y tiré de la cadena. Cuando salía
del cagadero, la araña me guiñó un ojo.
No quise jugar con lo que quedaba del whisky, así que me
senté en la cocina, desnudo, preguntándome por qué la gente confiaría así en
mí. ¿Quién era yo? La gente estaba loca, la gente era tonta. Esto me dio un
estímulo. Demonios, sí, me lo dio. Había vivido diez años sin hacer nada. La
gente me daba dinero, comida, alojamiento. Qué importancia tenía el que me
considerasen un idiota o un genio. Yo sabía lo que era. No era ni una cosa ni
otra. No me preocupaba qué fuese lo que impulsaba a la gente a hacerme regalos.
Cogía los regalos sin sensación de victoria o/y coerción. Mi única premisa era
que yo no podía pedir nada. Y como remate, disponía encima de aquel pequeño
disco de fonógrafo que giraba en mi cabeza tocando siempre la misma música: no
lo intentes, no lo intentes. Parecía una idea excelente.
En fin, después de que se marchase Marie, me senté en la
cocina y bebí tres latas de cerveza que encontré en la nevera. Nunca me
preocupaba mucho por la comida. Sabía del amor a la comida que tiene la gente.
Pero a mí la comida me aburría. Lo líquido me parecía muy bien, pero la masa
era una lata. Me gustaba la mierda, me gustaba cagar, me gustaban los cerotes,
pero era un trabajo tan terrible el crearlos.
Después de las tres latas de cerveza, vi aquel bolso en la
silla de al lado. Por supuesto, Marie se había llevado otro bolso al trabajo.
¿Sería lo bastante tonta o amable para dejar dinero? Abrí el bolso. Al fondo
había un billete de diez dólares.
Bueno, Marie estaba probándome y me mostraría digno de su
prueba.
Cogí los diez, volví a mi dormitorio y me vestí. Me sentía
bien. Después de todo, ¿qué necesitaba un hombre para sobrevivir? Nada, de eso
no había duda. Hasta tenía la llave de la casa.
Así que salí y cerré la puerta para impedir la entrada a los
ladrones. Jajajá, y allí me vi otra vez en las calles, en el Barrio Francés,
que era un lugar bastante soso, pero de todos modos tenía que utilizarlo. Todo
tenía que servirme, eso era lo previsto. Así que... oh, sí, bajaba por la calle
y el problema del Barrio Francés era que en él simplemente no había tiendas de
licores como en otras partes decentes del mundo. Quizás fuese algo deliberado.
Es de suponer que esto ayudase a aquellos horribles agujeros de mierda que
había en todas las esquinas, a los que llamaban bares. Lo primero que pensaba
cuando entraba en uno de aquellos bares del Barrio Francés era en vomitar. Y
solía hacerlo, corría a uno de aquellos meaderos que apestan a orín y soltaba
toneladas y toneladas de huevos fritos y grasientas patatas medio crudas. Luego
volvía, después de desocupar, y les miraba: sólo el encargado parecía más
solitario e insustancial que los clientes, sobre todo si era también
propietario del local. En fin, di un rodeo sabiendo que los bares eran la
mentira y ¿sabéis dónde encontré mi material? En una pequeña tienda de
ultramarinos con pan rancio y todo lo demás, incluso con la pintura
desconchada, con su semisexual sonrisa de soledad... Dios me perdone, Dios,
Dios... Terrible, sí, ni siquiera pueden iluminar el local, la electricidad
cuesta dinero; y allí estaba yo, el primer cliente en diecisiete días y el
primero que compraba tres paquetes de seis cervezas en dieciocho años, y, Dios
mío, la mujer casi salta por encima de la caja registradora... era demasiado. Cogí
el cambio y dieciocho grandes latas de cerveza y salí corriendo a la estúpida
claridad del Barrio Francés...
Coloqué el vuelto en el bolso de la silla de la cocina y lo
dejé abierto para que Marie pudiese verlo. Luego me senté y abrí una cerveza.
Era agradable estar solo. Sin embargo, no estaba solo. Cada
vez que tenía que mear veía a aquella araña y pensaba, bueno, araña, tienes que
irte, en seguida. No me gusta verte ahí en ese rincón oscuro, cazando pulgas y
moscas y chupándoles la sangre. Eres mala, sabes, señora araña. Y yo soy bueno.
Al menos, me gusta pensar que es así. No eres más que una verruga negra y sin
cerebro, una verruga mortífera, eso eres. Chupa mierda. Es lo que te mereces.
Encontré una escoba en el porche trasero y volví allí y
destrocé la tela y la maté. Muy bien, aquello estuvo muy bien, la araña murió
allí delante de mí, no pude evitarlo. Pero, ¿cómo podía Marie posar su gran
culo en los bordes de aquella tapa y cagar y mirar aquella cosa? ¿La vería en
realidad? Quizás no.
Volví a la cocina y bebí un poco más de cerveza. Luego
encendí la tele. Gente de papel. Gente de cristal. Pensé que iba a volverme
loco y la apagué. Bebí más cerveza. Luego herví dos huevos y freí dos lonchas
de tocino. Conseguí comer. A veces, uno se olvida de la comida.
Entraba el sol por las cortinas. Estuve bebiendo todo el
día. Tiré los envases vacíos a la basura.
Pasó el tiempo. Por fin se abrió la puerta. Era Marie.
—¡Dios mío! —gritó—. ¿Sabes lo que pasó?
—No, no, no lo sé.
—¡Ay, maldita sea!
—¿Pero qué pasa, querida?
—¡Se me quemaron las fresas!
—¿De veras?
Y se puso a corretear por la cocina y a dar vueltitas, bamboleando
aquel gran culo. Estaba chiflada. Estaba fuera de sí. Pobre chochito gordo y
viejo.
—Pues tenía la cacerola de las fresas haciéndose en la
cocina y entró una de esas turistas, una zorra rica, la primera cliente del
día, le gustan los sombreritos que hago, sabes... En fin, no es fea y todos los
sombreros le sientan bien y por eso mismo se ha convertido en un problema; el
caso es que nos pusimos a hablar de Detroit, ella conocía en Detroit a una
persona a la que yo también conozco y estábamos hablando y de pronto ¡¡¡LO
OLI!!! ¡SE ME QUEMAN LAS FRESAS! Corrí a la cocina pero demasiado tarde... ¡Qué
desastre! Las fresas se habían pasado y se habían deshecho y apestaban, se me
había quemado todo, es triste, y no pude salvar nada, nada, ¡qué desastre!
—Lo siento. Pero, ¿le vendiste un sombrero?
—Le vendí dos. No fue capaz de decidirse.
—Siento lo de las fresas. Maté la araña.
—¿Qué araña?
—Creí que lo sabías.
—¿Si sabía qué? ¿Qué dices de arañas? Son sólo insectos.
—A mí me enseñaron que una araña no es un insecto. Es algo
que se relaciona con el número de patas... Bueno, en realidad ni lo sé ni me
preocupa.
—¿Una araña no es un insecto? ¿Entonces qué mierda es?
—No un insecto. Al menos eso dicen. En fin, maté al maldito
bicho.
—¿Has andado en mi bolso?
—Sí, claro. Lo dejaste ahí. Tenía ganas de tomar una
cerveza.
—¿Tienes que tomar cerveza continuamente?
—Sí.
—Pues vas a ser un problema. ¿Comiste algo?
—Dos huevos y dos lonchas de tocino.
—¿Tienes hambre?
—Sí. Pero estás cansada. Descansa. Toma un trago.
—El cocinar me relaja. Pero primero voy a darme un baño
caliente.
—Adelante.
—Vale —se inclinó, puso la tele y luego se fue al baño. Tuve
que escuchar la tele. Programa de noticias. Un cabrón perfectamente horrible
con tres ventanillas en las narices. Un cabrón perfectamente odioso vestido
como una sosa muñequita, sudaba, y me miraba, diciendo cosas que yo apenas
entendía y que no me interesaban. Me di cuenta de que Marie se dedicaba a mirar
la tele horas y horas, así que tenía que adaptarme a ello. Cuando Marie volvió
yo miraba fijamente el cristal, lo cual le hizo sentirse mejor. Yo parecía tan
inofensivo como un hombre con un tablero de ajedrez y la página de deportes.
Marie había aparecido ataviada con otro atuendo. Si no fuese
lo jodidamente gorda que era podría incluso haber parecido elegante. En fin, de
todos modos no estaba durmiendo en un banco del parque.
—¿Quieres que cocine yo, Marie?
—No, no te preocupes. Ya no estoy tan cansada.
Empezó a preparar la cena. Cuando me levanté a por la siguiente
cerveza, la besé detrás de la oreja.
—Eres muy simpática, Marie.
—¿Tienes bebida suficiente para el resto de la noche?
—preguntó.
—Sí, querida. Y aún queda esa botella de whisky. No hay
problema. Yo sólo quiero sentarme aquí y mirar la tele y oírte hablar. ¿De
acuerdo?
—Claro, Charley.
Me senté. Se puso a preparar algo. Olía bien. Evidentemente
era una buena cocinera. Aquel cálido aroma del guiso impregnaba las paredes.
Era lógico que estuviese tan gorda: buena cocinera, buena comedora. Marie
estaba haciendo una cacerola de guisantes. De vez en cuando se levantaba y
añadía algo a la cacerola. Una cebolla, un trozo de col. Unas cuantas
zanahorias. Sabía. Y yo bebía y contemplaba a aquella mujer vieja, grande y
gorda y ella se sentaba a hacer aquellos sombreros que parecían mágicos,
trenzaba un cesto, cogía un color, luego otro, esta anchura de cinta, aquélla.
Y luego trenzaba así y lo cosía asá, y lo ponía en el sombrero. Marie creaba
obras maestras que jamás se reconocerían... bajando una calle en la cabeza de
una zorra.
Mientras trabajaba y atendía el guisado, hablaba.
—Ay, ya no es como antes. La gente no tiene dinero. Todo son
cheques de viaje y talones y tarjetas de crédito. Y es que la gente no tiene
dinero. No lo llevan. Crédito por todas partes. Un tipo acepta un talonario de
cheques y ya está atrapado. Hipotecan sus vidas por comprar una casa. Y tienen
que llenar de mierda esa casa y disponer de un coche. Quedan enganchados con la
casa y los políticos lo saben y los fríen a impuestos. Nadie tiene dinero. Los
pequeños negocios no pueden mantenerse.
Nos sentamos ante el guisado y era perfecto. Después de
cenar, sacamos el whisky y ella trajo dos puros y vimos la tele y no hablamos
mucho. Tenía la sensación de llevar allí años. Ella seguía trabajando con los
sombreros, hablaba de vez en cuando, y yo decía, sí, tienes razón, ¿de veras? Y
los sombreros seguían saliendo de sus manos, obras maestras.
—Marie —le dije—. Estoy cansado, me voy a la cama.
Ella dijo que me llevase el whisky y lo hice. Pero en vez de
acostarme en mi cama, levanté la ropa de la suya y me metí dentro. Después de
desvestirme, por supuesto. Era un colchón magnífico, una cama magnífica, uno de
esos viejos muebles con techo de madera, o como lo llamen. Supongo que el
asunto es joder hasta tirar el techo. Jamás tiré ese techo sin que me ayudaran
los dioses.
Marie siguió viendo la tele y haciendo sombreros. Luego
sentí que apagaba el aparato y encendía la luz de la cocina y se acercaba al
dormitorio, pasaba ante él sin verme y seguía derecha hasta el cagadero. Estuvo
allí un rato y luego vi cómo se quitaba la ropa y se ponía el gran camisón
rosa. Se hurgó un rato en la cara, luego lo dejó, se puso un par de rulos, se
volvió, caminó hacia la cama y me vio.
—Dios mío, Charley, te has equivocado de cama.
—Jijí.
—Escucha, querido, no soy esa clase de mujer.
—¡Vamos, déjate de cuentos y ven!
Lo hizo. Dios mío, todo era carne. En realidad, estaba algo
asustado. ¿Qué hacer con todo aquel material? Pero no había salida. El lado de
la cama de Marie se hundía.
—Escucha, Charley...
Le cogí la cabeza, le volví la cara, parecía estar llorando.
Posé mis labios en los suyos.
Nos besamos. Coño, empezó a ponérseme dura. Dios mío. ¿Qué
pasaba?
—Charley —dijo ella—. No tienes por qué hacerlo.
Le cogí una mano y la puse en el pijo.
—Oh, demonios —dijo ella—, demonios...
Luego, me besó ella, dándome lengua. Tenía una lengua
pequeña (por lo menos eso era pequeño) y metió y sacó, apasionada y salivosa.
Me aparté.
—¿Qué pasa?
Espera un momento.
Estiré la mano y cogí la botella y bebí un buen trago, luego
la dejé otra vez y hurgué bajo las sábanas y alcé aquel inmenso camisón rosa.
Empecé a palpar, aunque no sabía seguro si podía ser aquello, con lo pequeño
que era, aunque estuviese en el lugar correspondiente. Sí, era su coño. Empecé
a hurgar con mi aparato. Entonces ella bajó una mano y me guio. Otro milagro.
La cosa estaba prieta. Casi me raspaba la piel. Empezamos a darle. Yo quería
prolongarlo pero en realidad no me preocupaba demasiado. Ella me tenía. Fue uno
de los mejores polvos de mi vida. Gemí, bramé, terminé y caí a un lado,
vencido. Increíble. Cuando volvió del baño hablamos un rato. Y luego se durmió.
Pero roncaba. Así que tuve que irme a mi cama. Desperté a la mañana siguiente
cuando ella se iba a trabajar.
—Tengo prisa, Charley, voy con retraso —dijo.
-No te preocupes, querida.
En cuanto se fue, entré en la cocina y me bebí un vaso de
agua.
Había dejado allí un monedero. Diez dólares. No los cogí.
Volví hasta el baño y eché una buena cagada, sin araña.
Luego me bañé. Intenté lavarme los dientes, vomité un poco. Me vestí y volví a
la cocina. Cogí un trozo de papel y un lápiz:
Marie:
Te amo. Eres muy buena conmigo. Pero debo irme. Y no sé
exactamente por qué. Estoy loco, supongo. Adiós.
Charley.
Puse la nota sobre la tele. Me sentía muy mal. Era como si
llorase. Se estaba tranquilo allí, era la tranquilidad que me gustaba. Hasta la
cocina y la nevera parecían humanas, lo digo en el buen sentido... parecían
tener brazos y voces y decir, quédate, chaval, aquí se está bien, aquí se puede
estar muy bien. Encontré lo que quedaba de la botella en el dormitorio. Lo
bebí. Luego saqué una lata de cerveza de la nevera. Me la bebí también. Luego
me levanté e hice el largo recorrido que había que hacer para salir de aquella
estrecha vivienda, tuve la sensación de recorrer por lo menos cien metros.
Llegué a la puerta y luego recordé que tenía llave. Volví y dejé la llave con
la nota. Entonces volví a mirar los diez dólares del monedero. Los dejé allí.
Volví otra vez a la puerta. Cuando llegué, me di cuenta de que cuando la
cerrase no habría posibilidad de volver. La cerré. Era el final. Bajé aquellas
escaleras. Otra vez estaba solo y a nadie le importaba. Enfilé hacia el sur.
Luego torcí a la derecha. Continué, seguí caminando y salí del Barrio Francés.
Crucé la calle del canal. Caminé unas cuantas manzanas y luego me desvié y
crucé otra calle y volví a desviarme. No sabía adónde ir. Pasé ante un local
que quedaba a mi izquierda y había un hombre a la puerta y dijo:
—Eh, amigo, ¿quiere trabajo?
Miré hacia el interior, y había hileras de hombres ante
mesas de madera con martillitos que clavaban cosas en conchas, como conchas de
almejas, y rompían las conchas y hacían algo con la carne, y estaba oscuro
allí; era como si estuviesen pegándose a sí mismos martillazos y sacasen lo que
quedaba de ellos, y le dije a aquel tío:
—No, no quiero trabajo.
Miré al sol y seguí mi camino.
Con setenta y cuatro centavos.
Hacía un buen sol.
FIN
“En casa cuentos. Trasnoche” por
Gonzalo Aciar y Guillermina Luján. 2020
Imagen Guillermina Luján.
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