HERÓSTRATO: INCENDIARIO (Marcel Schwob Francia 1867-1905)
La ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se
extendía en la desembocadura del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta
los muelles de Panorme, desde donde se veía, sobre el mar de abundantes
colores, la línea brumosa de Samos. Rebosaba de oro y tejidos, de lanas y
rosas, desde que los magnesios, sus perros de guerra y sus esclavos que
lanzaban venablos, fueron vendidos a orillas del Meandro, desde que la
magnífica Mileto fue arruinada por los persas. Era una ciudad de molicie, donde
se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios
llevaban túnicas amórginas, transparentes, telas de lino hilado al torno de
colores violeta, púrpura y cocodrilo, sarápides color amarillo manzana y
blancas y rosas, paños de Egipto color jacinto, con los fulgores del fuego y
los matices móviles del mar, y calasiris de Persia, de tejido apretado, ligero,
todos ellos tachonados en su fondo escarlata de granos de oro en forma de copelas.
Entre la montaña de Prión y un alto y escarpado
acantilado se divisaba, a orillas del Caistro, el gran templo de Ártemis. Se
habían precisado ciento veinte años para construirlo. Envaradas pinturas
ornaban sus salas interiores, cuyo techo era de ébano y ciprés. Las pesadas
columnas que lo sostenían fueron embadurnadas de minio. Pequeña y oval era la
sala de la diosa, en cuyo centro se alzaba una prodigiosa piedra negra, cónica
y reluciente, marcada por doraduras lunares, que no era otra que Ártemis. El
altar triangular también estaba tallado en piedra negra. En otras mesas, hechas
de losas negras, se habían perforado agujeros regulares para que por ellos
fluyera la sangre de las víctimas. De las paredes colgaban anchas hojas de
acero, con mangos de oro, que servían para abrir las gargantas, y el suelo
pulido estaba tapizado de cintas ensangrentadas. La gran piedra oscura tenía
dos tetas enérgicas y picudas. Así era la Ártemis de Éfeso. Su divinidad se
perdía en la noche de las tumbas egipcias, y había que adorarla según los ritos
persas. Poseía un tesoro encerrado en una especie de colmena pintada de verde,
cuya puerta piramidal se hallaba erizada de clavos de bronce. Allí, entre
anillos, grandes monedas y rubíes yacía el manuscrito de Heráclito, quien había
proclamado el reinado del fuego. El propio filósofo lo había depositado allí,
en la base de la pirámide, cuando la construían.
La madre de Heróstratos era violenta y orgullosa.
No se supo quién era su padre. Más tarde Heróstratos declaró que era hijo del
fuego. Su cuerpo estaba marcado, bajo la tetilla izquierda, con una media luna
que pareció encenderse cuando lo torturaron. Las que asistieron su nacimiento
predijeron que estaba sometido a Ártemis. Fue colérico y permaneció virgen.
Corroían su rostro unas líneas oscuras y el tinte de su piel era negruzco.
Desde su infancia le gustó quedarse bajo el alto acantilado, cerca del
Artemision. Miraba pasar las procesiones de ofrendas. Por el desconocimiento en
que estaban de su estirpe, no pudo ser sacerdote de la diosa a la que se creía
consagrado. El colegio sacerdotal hubo de prohibirle varias veces la entrada a
la naos, donde esperaba apartar el precioso y pesado tejido que ocultaba a
Ártemis. Por eso concibió odio y juró violar el secreto.
El nombre de Heróstratos no le parecía comparable a
ningún otro, lo mismo que su propia persona le parecía superior a toda la
humanidad. Deseaba la gloria. Primero se unió a los filósofos que enseñaban la
doctrina de Heráclito; pero desconocían su parte secreta, por hallarse
encerrada en la celdilla piramidal del tesoro de Ártemis. Heróstrato sólo pudo
conjeturar la opinión del maestro. Se endureció despreciando las riquezas que
le rodeaban. Su asco hacia el amor de las cortesanas era extremo. Creyeron que
reservaba su virginidad para la diosa. Pero Ártemis no tuvo piedad de él.
Pareció peligroso al colegio de la Gerusia, que vigilaba el templo. El sátrapa
permitió que lo desterraran a los suburbios. Vivió en la ladera del Koressos,
en una gruta excavada por los antiguos. Desde allí acechaba de noche las
lámparas sagradas del Artemision. Algunos suponen que persas iniciados
acudieron a conversar allí con él. Pero es más probable que su destino le fuera
revelado de golpe.
En efecto, en medio de la tortura confesó que había
comprendido de repente el sentido de la frase de Heráclito -el camino de lo
alto-, porque el filósofo había enseñado que la mejor alma es la más seca y la
más enardecida. Atestiguó que, en este sentido, su alma era la más perfecta, y
que había querido proclamarlo. No alegó más causa a su acción que la pasión por
la gloria y la alegría de oír proferir su nombre. Dijo que sólo su reino habría
sido absoluto, puesto que no se le conocía padre y que Heróstratos habría sido
coronado por Heróstratos, que era hijo de sus obras, y que su obra era la
esencia del mundo; que así habría sido juntamente rey, filósofo y dios, único
entre los hombres.
El año 365, en la noche del 21 de julio, cuando no
subió al cielo la luna y el deseo de Heróstratos adquirió una fuerza inusitada,
decidió violar la cámara secreta de Ártemis. Se deslizó pues por el zigzag de
la montaña hasta la ribera del Caistro y subió las gradas del templo. Los
guardas de los sacerdotes dormían junto a las lámparas sagradas. Heróstratos
cogió una y penetró en la nave.
Un fuerte olor a aceite de nardo la invadía. Las
negras aristas del techo de ébano estaban resplandecientes. El óvalo de la
cámara se hallaba dividido por la cortina tejida de hilo de oro y púrpura que
ocultaba a la diosa. Su lámpara iluminó el terrible cono de tetas erectas.
Heróstratos las agarró con ambas manos y besó con avidez la piedra divina.
Luego dio una vuelta alrededor, y vio de pronto la pirámide verde donde estaba
el tesoro. Agarró los clavos de bronce de la puertecilla, y la arrancó. Hundió
sus dedos entre las joyas vírgenes. Pero sólo se apoderó del rollo de papiro
donde Heráclito había inscrito sus versos. A la luz de la lámpara sagrada los
leyó, y conoció todo.
Al punto exclamó: “¡Fuego, fuego!”
Tiró de la cortina de Ártemis y acercó la mecha
encendida al paño inferior. La tela ardió al principio despacio; luego, por los
vapores de aceite perfumado que la impregnaban, la llama subió, azulada, hacia
los artesonados de ébano. El terrible cono reflejó el incendio.
El fuego se enroscó en los capiteles de las
columnas, reptó a lo largo de las bóvedas. Una tras otra, las placas de oro
consagradas a la poderosa Ártemis cayeron desde las suspensiones a las losas
con un estruendo de metal. Luego el haz fulgurante estalló en el techo e iluminó
el acantilado. Las tejas de bronce se desplomaron. Heróstratos se erguía en
medio del resplandor, clamando su nombre en la oscuridad.
Todo el Artemision fue un montón rojo en el corazón
de las tinieblas. Los guardias cogieron al criminal. Lo amordazaron para que
dejara de gritar su propio nombre. Fue arrojado en los sótanos, atado, durante
el incendio.
Artajerjes envió inmediatamente la orden de
torturarlo. No quiso confesar otra cosa que lo que se ha dicho. Las doce
ciudades de Jonia prohibieron, bajo pena de muerte, entregar el nombre de
Heróstratos a las edades futuras. La noche en que Heróstratos incendió el
templo de Éfeso vino al mundo Alejandro, rey de Macedonia.
FIN
“En
casa cuentos” por Gonzalo Aciar y Guillermina Luján. 2020
Imagen
Guillermina Luján.
Comentarios
Publicar un comentario