LA LUZ DEL SOL (Tatiana Tess, Ucrania 1909 – Rusia 1983)
Era por la mañana temprano, y brillaba el cielo azul, lavado
por la humedad y la frescura de la breve noche estival. Se movía, lenta, una
pequeña nube. Su sombra circular caía sobre la reluciente agua del estanque,
pesada como el mercurio.
En el estanque nadaba un cisne negro.
Allí había muchas clases de aves, desde el flamenco de rojas
alas y largas patas, hasta los vulgares gansos domésticos. Todos estaban
ocupados en sus quehaceres pajareros, o simplemente permanecían en la isleta,
agrupados en bandada. Tan sólo el cisne negro se deslizaba incansable por el
agua. Su cabeza orgullosa, fina como la de una sierpe, armada de rojo pico,
aparecía ya en un extremo, ya en otro, del estanque.
En la isleta, no lejos de la orilla, importantes y
pensativos, se encontraban los pelícanos. Se pasaron largo rato contemplando el
agua. Luego descendieron calmosos y se pusieron a nadar en formación. De vez en
cuando, como obedeciendo a una orden, bajaban la cabeza todos a la vez, y
abrían en el agua sus enormes picos. El pececillo que se distraía iba a parar
en línea recta a una de aquellas cavidades. Los pelícanos hacían un movimiento
de cabeza, como si se tratar de una reverencia, y seguían nadando.
En esa hora temprana no había nadie en el parque zoológico,
y yo pensé, no sin cierta turbación, que en general los visitantes no le
favorecen mucho.
Las fieras y los pájaros se sentían mucho mejor estando a
solas con el agua, las hojas y las hierbas, con la luz solar, viva y fuerte,
con la naturaleza callada y bondadosa.
Tan sólo de vez en cuando pasaban por los caminos del parque
los empleados y las mujeres encargadas de la limpieza, ya con cubos en la mano,
ya con escobas o con alimento para las fieras. Luego, sobre la arena de las
avenidas volvían a verse sólo las sombras oscilantes y los rayos del sol,
inclinados y ardientes.
Una gran águila vieja, parecida al emblema heráldico de un
caballero, permanecía inmóvil en una gruesa rama, bruñida como un espejo por
las vigorosas garras del animal. De detrás de una roca, pisando silenciosamente
con sus blandos pies, salió un oso que empezó a caminar perezosamente a lo
largo de una profunda zanja.
Un pequeño y gracioso corcino, al verme, alargó la cabeza
con infantil curiosidad, mas se turbó en seguida y huyó corriendo. Una cebra,
listada como un toldo, pacía en la pradera. De un lugar impreciso llegaba un
ronroneo amenazador y poderoso. ¿Se puso a hablar el tigre, quizá? Las fieras
comenzaban un nuevo día y yo fui testigo de su despertar...
Por un caminito avanzó una mujer encargada de la limpieza,
pequeña y gruesa, sosteniendo bajo el brazo un pequeño rastrillo. Entró en el
recinto de los elefantes.
Bajo su retumbante bóveda, semejante a la de una estación,
estaba la elefanta Jenny. A su alrededor corría un elefantito, de inverosímil
pequeñez al lado de la madre. En la rugosa piel gris del elefantito se veían
escasos y gruesos pelos negros.
La mujer abrió una puerta metálica y pasó al otro lado de la
alta reja. Yo la seguí. Jenny se me quedó mirando con sus pequeños ojos de
cerdo, suspiró, y con su poderoso aliento me arrojó una corriente de aire
cálido que me envolvió de pies a cabeza.
La gruesa mujer masculló algunas palabras entre dientes y se
puso a rastrillar el heno extendido por el suelo, mientras que el elefantito
comenzó a dar vueltas a su vera.
-¿Quién se comió ayer el gorro de un niño? -gruñía la mujer,
enojada -. ¡Está bien, por ventura, que un elefante se coma gorros de las
personas? !Ay, ay!
El elefantito se le arrimó ligeramente, mas la mujer le dio
un codazo y él se detuvo, agitando la cabeza y columpiando sus largas orejas
grises.
-¡Quieres un bollo? - preguntó la mujer, severa -. No
parpadees, no me vengas con carantoñas...
Le tendió un bollo, que el elefantito agarró cuidadosamente
con la trompa y se metió en la boca. Jenny seguía de pie en el mismo sitio,
balanceándose muy levemente. La mujer encargada de la limpieza, sin dejar de
rezongar, ponía orden en la estancia. El elefantito empezó a dar vueltas cerca
de mí, apartándome, poco a poco, de la reja. Corría sacudiendo las orejas,
levantando muy alto las patas, y yo me moría de risa al ver sus monerías. Sin
darme cuenta me encontré lejos de la puerta y el animalito seguía dando
vueltas, empujándome cada vez más allá, hasta que por fin me vi acorralada
contra la pared.
No comprendí, de momento, el sentido de lo que pasaba.
Yo seguía riéndome y quería volver a la puerta, mas el
elefantito comenzó a echárseme levemente encima, de costado. En aquel momento
bajé la vista y vi sus patas. Quedará bien servida la persona a quien le pise
una pata semejante, aunque sea jugando... Me eché atrás instintivamente, pero
no podía seguir retrocediendo: tropecé de espaldas contra la pared. El
elefantito dio un fuerte resoplido y se me acercó un poco más.
-¡Largo de aquí! -grité con temblorosa voz -. ¡Qué
atrevido!...
La gruesa mujer volvió la cabeza al oír mi exclamación y
corrió en mi ayuda.
-¡Venga! ¡Fuera, te dicen! - gritó blandiendo el rastrillo,
amenazadora -. Vaya modo de jugar... Y usted también es buena, ciudadana. Se
acerca al elefante como si tal cosa. El animalito pesa una tonelada, para que
lo sepa. Si la aprieta contra la pared no queda de usted más que una mancha
húmeda. ¿Y a él qué le importa? ¡Pues nada! Fuera, fuera de aquí, revoltoso...
Enojada, le golpeó el costado con el puño menudo y
regordete.
El elefantito corrió alegre hacia su madre, que seguía
balanceándose en el mismo lugar. Yo me apresuré a ganar la salida.
En ese momento entró en el recinto de los elefantes un
hombre alto y delgado. El viento le inclinaba hacia un lado la barbita blanca;
sobre su cazadora de gamuza, sensiblemente raída, se notaban las huellas del
tabaco de pipa y de la ceniza. Los anchos pantalones se le movían holgados en
las piernas largas y delgadas. Tenía el rostro surcado por profundas arrugas, y
sus ojos miraban astutos y alegres, con irónico brillo juvenil.
Le reconocí: era el profesor Koren. Hacía ya muchos años que
dirigía el trabajo científico que se realizaba en el parque zoológico. Vivía en
el territorio del parque, en una casita al lado dela pradera, donde tras una
cerca vagaban los venados.
-Buenos días - me dijo con cierta sequedad -. Adivino lo que
la ha traído por aquí en hora tan temprana. Está bien, puede resultar interesante...
-¡Que no se me pase por alto! -añadió Koren, como si se
tratase de un espectáculo y no de un eclipse de sol. Dio un vistazo al reloj y
se acercó a Jenny.
La elefanta clavó en él sus pequeños ojos astutos y dejó de
balancearse. Se miraron los dos atentamente largo rato. Luego Koren le
rascó la pierna con un palito, cerca de la rodilla, y la elefanta se sentó
extendiendo las piernas en línea recta, como una bailarina. El profesor, serio,
como si hiciera algo importante, le tiró de la enorme oreja gris y se apartó
del animal. Jenny, alargando la trompa, sopló hacia él, cuidadosa y suavemente,
-¿Damos una vuelta por el parque? - dijo Koren,
pensativo, sin dirigirse a nadie.
Se encaminó hacia la puerta y yo le seguí. La elefanta se
levantó calmosamente. Cuando volví la cabeza, la vi en el mismo sitio de antes
y de nuevo se balanceaba como roble sacudido por el viento.
La mañana se ponía calurosa. El parque brillaba y se teñía
de reflejos dorados bajo la generosa luz del sol. En la profundidad de una avenida
cantó vacilante el cuclillo, presagiando a algunos larga vida,y al instante,
ahogando su canto, resonó un penetrante grito metálico: era el grito del
papagayo.
En la avenida, separadas las piernas, estaba de pie un
hombre musculoso que llevaba camisa azul con dos pequeños bolsillos, y
pantalones de lienzo. Unos lentes oscuros le defendían los ojos de los rayos
del sol, y yo pensé, entonces, que por desgracia no tenía lentes semejantes, y
que, sin ellos, resultaría muy difícil observar el eclipse. Levantando la
cabeza, aquel hombre miraba directamente al sol.
-Es mi hijo, Nikolái Evguénevich Koren - dijo el
profesor, alargando su mano curtida y seca en dirección a aquel hombre -. Es mi
único retoño, como suele decirse. Permítame que se lo presente.
El único retoño volvió la cabeza hacia nosotros y se sonrió
bondadosamente. Tendría unos treinta años. No se parecía al padre. Era más
ancho de hombros, más fornido, con fuertes piernas musculosas. Calzaba zapatos
de sport. Pero el repliegue irónico en el extremo derecho de la oca, el mentón
duro y las cejas espesas e inquietas, recordaban al padre.
Estuvimos unos momentos callados.
-¿Su hijo cultiva la misma especialidad que usted, Evgueni
Petróvich? - pregunté y, después de toser un poco, sin saber cómo iniciar la
conversación.
-Es matemático... - suspiró el padre -. Ahora prepara su
tesis. No hay manera de citar el título sin beber antes una copita de vodka...
- Se sonrió, y aquella sonrisa, fugaz y traviesa, dio en seguida un aspecto
juvenil a su rostro. - He de reconocer que en esta ciencia siempre he cojeado -
exclamó confidencialmente -. Dese hace no sé cuántos años, Nikolái me viene
repitiendo que las matemáticas están saturadas de poesía, y todavía no le
creo...
-¡Viejos conflictos de familia! - comentó el hijo, sonriendo
bondadosamente -. A tu acompañante, padre, todo esto le tiene sin cuidado.
-¡A contrario! - exclamé con excesiva vehemencia, pues yo,
lo mismo que el profesor, soy insensible a los encantos de las matemáticas -.
¿A qué tema consagra usted su trabajo?
-Esta sería una conversación larga y aburrida para usted...
empero, observé la velada confusión y la tímida inquietud que siempre se
despierta en el individuo cuando la conversación roza que lo que es para él es
de máxima importancia, lo más íntimo y teme que a alguien pueda parecerle sin
interés, insignificante -. Es mejor que paseemos por el parque - añadió.
No supe qué decir. El hijo tomó al padre del brazo y se
pusieron a caminar por la avenida, uno a la lado del otro.
Cada vez con mayor frecuencia nos cruzábamos con niños y
niñas que llevaban camisas blancas y pañuelos de pionero. Se les veía
preocupados y serios. Miraban continuamente el reloj. Algunos muchachos lo
llevaban puesto en la muñeca. La anchura de la correa y la holgura con que estaba
abrochada, permitían adivinar, sin dificultad alguna, que muchos llevaban el
reloj de su padre: se lo habían cedido sólo por ese día. Otros metían
gravemente la mano en el bolsillo para sacar de él sus relojes planos y hacer
chascar satisfechos la tapa. La mayor parte, empero, lucía despertadores
corrientes, que llevaban colgando del cuello, atados con una cinta o un cordón.
Al compás de los pasos, estos despertadores oscilaban a derecha e izquierda, y
a veces chocaban sordamente contra las costillas de su poseedor.
-Son jóvenes naturalistas... - balbuceó Evguéni Petróvich -.
En cierto modo, están de servicio. Tomarán notas durante el eclipse. Lo anotan
todo, afanosamente: cómo se ha rascado un ciervo, cómo ha estornudado un
mono... - el profesor movió la cabeza. -Pero a veces, estos pipiolos observan
detalles que le dejan a uno boquiabierto, ¡se lo aseguro!
El padre le miró de manera extraña y no le respondió.
Llegamos hasta la pradera.
Se veían, delante de nosotros, enormes jaulas. En la
extrema, no lejos de donde nos hallábamos, había un tigre. Tenía la cabeza
entre las patas extendidas y dormitaba. Entreabrió los ojos por un instante. En
la profundidad de sus rojas pupilas, percibí una fuerza animal tan fría, una
tristeza tan salvaje, que sentí escalofríos por la espalda.
-No me gustan los tigres... ni en el campo ni en la ciudad -
musité confusa.
Padre e hijo se callaron, corteses.
De todas partes nos llegaban bufidos, resoplidos, graznidos,
el chillido de los monos o el arrullo de las tórtolas. Pasamos por delante de
alcahaces y grandes jaulas y por delante de pequeños prados donde corrían
libremente los animales... El día era claro, limpio, sin viento.
De pronto sopló una brisa húmeda, como corriente de aire que
procediera de un sótano.
Las manchas de sol que se dibujaban en los caminitos se
oscurecieron levemente. Dos jóvenes naturalistas, apostados al lado de la jaula
del tigre, miraban como hechizados sus despertadores y en seguida se pusieron a
escribir algo febrilmente. Koren el joven levantó la cabeza e inspiró el
aire con manifiesta satisfacción.
-¡Caramba! - exclamó jovial-. ¡Parece que empieza!
Comenzó a oscurecer.
Aquella oscuridad no se parecía a la penumbra que reina
cuando el cielo queda cubierto de nubarrones. Tampoco era la semiluz otoñal,
con su opacidad plomiza. Se trataba más bien del azul de los crepúsculos. En él
no se percibía, sin embargo, el sosiego dulce, apaciguador de la naturaleza
cuando se dispone a entregarse al sueño de la noche. La luz, entre azulada y
gris, que reptaba por la avenida del parque despedía un hálito inquietante y
tenebroso. Todo quedó como empañado. El agua del estanque se puso gris, muerta.
Desapareció el brillo del verde follaje.
Pasó una fuerte ráfaga de viento, que sacudió las ramas de
los árboles. Su repentina e inesperada frescura también llenaba de zozobra.
Los pavos reales, que acababan de extender su plumaje y se
paseaban con las pavas por la verde hierba, volaron hasta unas ramas con el
evidente propósito de echarse a dormir. Tras ellos, creyendo en la proximidad
de la noche, en fila india, gachas las torpes cabecitas, corrieron hacia los
árboles las gallinas de Guinea. En el estanque no se veía ya al inquieto cisne
negro; por lo visto también él había ido en busca de su nido.
-¿Dónde está el puerco espín? -pregunté en voz baja, sin
saber por qué.
La jaula del puerco espín, a la que acabábamos de llegar,
parecía desierta. De pronto oímos unas pisadas leves y circunspectas, cortos
resoplidos. De la caseta salía su poseedor. Varias hojas secas habían quedado
prendidas en las largas y duras agujas del animal, como mariposas en alfileres.
Cuando se movía, las hojas susurraban lentamente. Por lo visto, también el
puerco espín, noctámbulo, creyó que el día acababa y emprendió el recorrido de
sus posesiones.
-¡Qué les parece! - exclamó Koren el joven,
sorprendido.
Estaba de pie, vuelto de lado hacia la jaula del puerco
espín, escuchando atentamente -. ¿Es posible que éste clavera haya creído
también que se ha hecho de noche y se encamina hacia su pesebre?
Su padre no le respondió. Cada vez estaba más taciturno.
Algo le disgustaba, no había duda.
Se oyó, lejano, un ruido majestuoso, amenazador. Se fue
prolongando, con largas y roncas oscilaciones, cada vez más intenso, y por fin
se transformó en sordo rugido de tonos bajos.
Los leones habían dado comienzo a su concierto vespertino.
El crepúsculo se hizo más denso.
El cielo, pesado y oscuro, casi tocaba las copas de los
árboles. No era presagio de lluvia, que deja el aire límpido y olorosamente
fresco. No auguraba rayos ni rodar de truenos. Era un cielo estéril, desértico,
sordo, que sólo llevaba en sí tinieblas.
El sol quedó velado casi por completo. La única parte del
astro del día libre a duras penas de la negra sombra, formaba una apretada
franja incandescente semejante a una pequeña hoz.
Luego incluso esta franja desapareció.
Los pavos reales dormían profundamente con la cabeza bajo
las alas; sus colas pendían de las ramas cual abanicos de lujo. También dormían
en las ramas las gallinas de Guinea.
El profesor les lanzó una mirada despectiva.
-A éstas las comprendo, son gallináceas... - dijo,
encogiéndose de hombros -. A estas tontas es fácil engañarlas, son animales que
se creen cualquier cosa. Esconden la cabeza bajo el ala, ¡y a dormir! - El
profesor permaneció unos momentos silencioso - ¡Pero lo solípedos! - prosiguió,
acentuando las palabras y mirando indignado hacia la cebra -. También ella ha
creído que ha llegado la noche... ¡Nunca habría esperado tal comportamiento de
una cebra!
Le dio la espalda, irritado.
Bajo el árbol de los pavos había un niño. Agitaba furioso el
despertador, se lo acercaba al oído y volvía a agitarlo, mas el reloj seguía
mudo e inmóvil. Ante la inutilidad de sus esfuerzos, dejó de luchar con el
despertador parado, que le colgaba, inútil, del tenso cordón. El joven
naturalista levantó la mirada hacia los pavos y se puso a escribir
aceleradamente.
Más apretó el lápiz con tal fuerza que se le rompió.
Al niño se le llenaron los ojos de lágrimas. Procurando no
pestañear, miraba el cuaderno y continuaba arañando el papel con el lápiz roto.
Una niña pelirroja y vivaracha, de piernas largas y
movimientos torpes como sólo pueden observarse en niñas de doce años, también
se acercó al árbol de los pavos reales.
-Mitia - dijo con cierta timidez -, no te preocupes. Mira en
mi reloj, me pondré a tu lado... ¿Está bien, Mitia?
El muchacho refunfuñó y se volvió de espalda. Con la
tenacidad del desesperado continuaba arañando el papel con el trozo de lápiz,
pero en el cuaderno le quedaban sólo huellas torcidas y algún que otro roto.
-¡Toma mi lápiz, Mitia! - exclamó la niña con fervor. Le
miraba con ojos llenos de amor y admiración. La niña se transfiguró, se hizo
más hermosa, sus mejillas pecosas se cubrieron de rubor -. ¡Tómalo, haz el
favor! - volvió a decir, radiante -. Aunque yo no tenga lápiz no importa, ya me
acordaré... ¿Está bien?
Mitia, sin mirarla, le tomó el lápiz de la mano.
-Bueno -respondió enojado-. Ponte a mi lado. Pero no me
estorbes para escribir. ¿Oyes? Y no muevas la cabeza, que me distraes...
-No te estorbaré, Mitia. - dijo la niña, con voz casi
imperceptible.
Se puso a su lado, bajo el árbol, y se quedó inmóvil
contemplando, reverente y feliz, cómo Mitia, arrugada la frente, tomaba nota de
sus observaciones.
-Este tiene alma de poeta... - dijo en voz baja Evgueni
Petróvich, mirando al niño.
-¿Qué dices, padre? - preguntó Koren el joven, también
sin levantar la voz -. ¿De qué hablas?
Por el rostro del padre cruzó una sombra. Miró rápidamente
al hijo y se volvió de espalda, sin responderle.
Llegamos ante una cerca tras la cual corrían desasosegados algunos
perros grandes. Ora se detenían y, levantando sus cabezas de ancha frente,
husmeaban inquietos el aire, ora reemprendían su carrera de un ángulo a otro
del espacio cercado. Era evidente que la zozobra derramada sobre la naturaleza
se les había transmitido a ellos, y aquellos magros perrazos, empujándose unos
a otros corrían a lo largo de la cerca.
El profesor abrió con su llave la puertecita y entró en el
cercado, apoyándose en el brazo del hijo. Yo me dispuse a seguirlos. Los perros
no me habían mordido nunca y no tenía miedo.
-Son lobos - me dijo el profesor secamente -. No le aconsejo
entrar, sabe usted...
Retrocedí y me detuve junto a la cerca. Un lobo grande, de
poderoso aspecto, se acercó al profesor, y levantándose sobre las patas
traseras, le puso las delanteras en el pecho. Le miró con ojos oscuros y
ardientes, como si esperara del hombre la explicación de la inquietud y
malestar que invadían a la naturaleza. El profesor miró muy seriamente al lobo,
y a mi parecer con mucho respeto, mientras articulaba quedamente algunas
palabras.
-¡Cálmate, cálmate! -le oí decir -. ¡Qué hermoso eres, qué
cariñoso!...
_¡Estás conmovido, padre! -exclamó Koren el joven,
riéndose-. Por fin has encontrado un animal inteligente entre los seres que
están bajo tu tutela. Los lobos no se han dejado engañar ni siquiera por un
eclipse de sol. Son listos, como el diablo...
Los colores de la naturaleza se apagaron, como si se
hubieran cubierto de ceniza. Había desaparecido todo cuanto la mañana nos
ofrecía tan generosa y alegremente; el trinar de los pájaros, las sombras
oscilantes en los caminitos, el oro de los rayos del sol, la alta bóveda azul
del cielo.
La bruma apagada y gris lo recubría todo. Había en ella algo
como muerto y sin esperanza. El miedo a la muerte me rozó el alma. De repente, tuve
la impresión de que jamás volvería a ver el sol.
Profundamente turbada, miré a Nikolái Koren.
Me pareció percibir un pequeño rumor entre el espeso
follaje, un suave gorjeo somnoliento.
Tras las copas de los árboles apareció un resplandor
azulino, casi imperceptible. El resplandor se fue extendiendo y comenzó a
llevarse la pátina cenicienta y mortecina que cubría las cosas. El agua del
estanque centelleó levemente, por las hojas de las plantas resbaló como una
corriente brillante, casi insensible. El sol aún estaba cubierto por la sombra.
En las ramas de los árboles, empero, aumentaban los susurros y los pequeños
rumores; los pájaros percibían la vuelta de la luz.
Un fino rayo, semejante a un alambre de oro, se extendió
hasta la avenida a través de las ramas. Por debajo de la sombra fue apareciendo
poco a poco la estrecha hoz incandescente. Con gran circunspección, como si
probara sus fuerzas, se iba extendiendo por el cielo una cálida y sonrosada
claridad.
Ante nuestros ojos se producía el gran milagro de la vida.
Se cambiaron los colores; el cielo se puso color de rosa;
los senderos se hicieron azules; los árboles adquirieron tonos dorados. Un
suave viento matinal rozó las hojas, que le respondieron con un susurro
confiado. Se puso a cantar un pájaro, con voz sonora y rebosante de felicidad.
Las sombras azules de los caminitos se iban desvaneciendo. La luz, en cambio,
se extendía cada vez más por la bóveda celeste.
En seguida revivió todo.
En los caminos se dibujaron las sombras. Se encendió el
estanque, al reflejar los rayos del sol. Pasó volando un zángano, con su
afelpado zumbido. Los pavos reales descendieron pesadamente de las ramas y se
dirigieron hacia la pradera, como si no hubiera ocurrido nada. El inquieto
cisne negro otra vez se puso a dar vueltas por la rutilante agua.
Leves manchas de luz, diríase que humeantes, se divisaron en
los troncos de los árboles. La mañana se elevaba sobre la tierra respirando
calor y fragancias.
El profesor, de pie, levantaba la cabeza hacia el cielo.
Nunca me habría imaginado ver en aquel rostro seco y de facciones algo duras un
entusiasmo tan conmovedor, casi diría infantil.
Su hijo seguía escuchando la voz de la naturaleza. Miraba
directamente al sol, a través de sus lentes negros. Su cara estaba bañada de
luz.
-¿Qué ve usted? -le pregunté impaciente-. ¿Ha terminado ya
del todo el eclipse? ¡Qué pena, Dios mío, que no tenga lentes oscuros!
Cuénteme, ¿qué ve usted?
Nikolái Koren callaba. Repetí la pregunta, contemplándole
enojada, y de golpe me quedé cortada.
Me sorprendió la extraña inmovilidad de su rostro.
La luz del sol no le hacía entornar los ojos. Ninguno de los
rasgos de su semblante respondía al juego de los rayos solares. Aquel rostro
era el de un individuo que no ve el astro del día, de una persona que sólo es
sensible al calor que los rayos desprenden.
Estaba petrificada, sin fuerzas para comprobar mi sospecha.
Evgueni Petróvich me tomó cuidadosamente del brazo con su seca y ardiente mano,
y me llevó aparte.
-El caso es que... -me dijo en voz baja, mirando hacia un
lado, sin saber cómo continuar.
Ante nosotros pasó Mitia, triunfante, llevando en la mano un
cuaderno lleno de notas. A su lado iba la niña pelirroja. Un herrerillo,
moviendo la cabeza, se acicalaba en una rama. Dentro del alcahaz saltaba una
ardilla. Por encima del estanque se deslizaba lentamente una nube luminosa.
La vida, con todo su cálido embrujo, se manifestaba en los
detalles cotidianos, que nos son infinitamente entrañables.
Yo contemplé al hombre que no veía nada de todo ello: ni los
colores del cielo, ni las tonalidades de las hojas, ni los dibujos de las sombras,
ni el volumen de las nubes. Ni había visto como había vuelto el sol, cómo sus
rayos brillantes habían hendido el espacio. Se me estremeció el corazón cuando
lo comprendí.
-Perdió la vista en el año cuarenta y cuatro, después de una
herida -me dijo algo confuso Evgueni Petróvich, sin mirarme como antes -. Ya
era ciego cuando acabó los estudios en la universidad. Como ha oído usted, se
prepara para defender la tesis. No quiere renunciar a nada: va a nadar en la
piscina, en invierno patina sobre el hielo... Es admirable... - dijo, después
de carraspear un poco. Y se calló.
Se volvió para contemplar a su hijo.
Nikolái Koren continuaba de pie, de cara al calor de los
rayos. Sus mejillas se habían cubierto de sonrosado color. Evgueni Petróvich lo
miró lleno de ternura y de orgullo... El hijo se pasó la mano por la cara, como
si se lavara con el sol, y avanzó con cuidado.
Su padre seguía contemplándolo, sin apartar de él los ojos.
Parecía como si quisiera empaparse de luz, de la luz clara y pura que
desprendía la fuerza espiritual del hijo, una luz excelsa susceptible de
iluminar el camino del hombre incluso cuando se le ha arrebatado la inmoral
policromía del triunfante día soleado.
FIN
“En casa cuentos” por Gonzalo Aciar y
Guillermina Luján. 2020
Imagen Guillermina Luján.
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