GRAN CAÍDA DE LA VIEJA INDECOROSA (Alberto Laiseca, Argentina 1941-2016)
En el año doscientos de la Egira,
ya existían los ómnibus en aquel remoto reino de las profundidades de Arabia.
¡Yah, Alah!: ayúdame para que por lo menos, por respeto al Diván, con su nube
de emires, califas, sultanes, cadíes, imanes, derviches, calendas y creyentes,
yo siga la verdad siquiera esta vez. Sea
yo veraz, aunque Dios mienta.
Existían los ómnibus, repito,
sólo que al no haber electricidad, ni estar solucionado el problema tecnológico
de los motores a explosión, arreglaban las cosas con un motor más voluminoso.
Consistía éste en una cámara grande como una habitación, donde quince esclavos
hacían girar una enorme rueda conectada a un engranaje, que a su vez movía las
pantaneras del ómnibus.
Cuatro capataces munidos de
látigos mojados y espolvoreados con sal, se encargaban de estimular los bríos
de los terrestres galeotes. El vehículo se movía lentamente, claro está, pero
en forma segura.
Cada tanto había estaciones de
servicio donde los galeotes, transformados en pulpa o tocino salado, eran
echados a la Gehena de azufre y llamas que arde eternamente, situada por lo
general detrás de la estación de servicio. Los muertos eran en el acto reemplazados por tropas frescas, como dicen
los militares.
El cadí subió al automotor y sacó
boleto de quince dracmas. Como a esa hora el transporte iba casi vacío, pudo
sentarse confortablemente en un asiento del fondo ya la izquierda. Siempre que
podía se instalaba atrás; en esta forma si un enemigo le hacía un signo mágico
con los dedos, podía detectarlo con facilidad y tomar las contramedidas
necesarias.
Mientras el artefacto
autopropulsado se ponía en marcha, comenzó a recordar las más absurdas cosas.
En ello estaba el cadí, trinando alegremente sus fantásticos pensamientos, sin
prestar atención al traqueteo del ómnibus ni a los latigazos que se escuchaban
desde el motor, cuando de pronto una vieja repulsiva que se había puesto a su
lado, comenzó a toser para llamarle la atención -vanamente, por supuesto-;
viendo que no le cedían el asiento -el ómnibus se había llenado en la parada
anterior-, procedió a la puesta en marcha de un operativo de más vastos alcances:
algo así como la pacificación de las Galias por Julio César, o Federico el
Grande invadiendo la Sajonia. Me refiero a que le incrustó en el ojo derecho un
ángulo de la cartera. Desagradablemente arrancado de sus ensueños, el cadí
sonrió, levantó la cabeza para mirada, y le dijo con dulzura:
-¡Yah, Alah! ¿Cómo te has
atrevido a incrustarme tu cartera en el ojo, falsa e inmunda salchicha de
plástico; abominable creación del Malo; a quien el Profeta -¡con él sean la
Gloria y la Salsa para ensalsarlo!-confunda?
Dichas estas palabras, hizo
detener el vehículo y llamó a la Guardia del Alfanje, la cual se llevó a la
repelente vieja arrastrándola de las patas, por lo que su pollera aleteaba
alegremente, entremezclándose con el polvo y levantándolo a cucharadas.
Una vez instalado en su despacho,
el cadí pasó a administrar una rápida justicia, dejando a la repugnante vieja
para postre, que habría de merendar al siguiente día. Así, mientras ingería un
refrigerio, condenó a un 10 % de inocentes, liberó y “sin que el juicio afecte
a su buen nombre y honor” a un 20 % de culpables, y el 70 % restante fue
sancionado más o menos como lo merecía. Todo rapidísimo y en quince minutos.
Unas veintiocho personas, entre
hombres y mujeres, fueron a parar ese día al suplicio de las soldaduras;
consistía en trazar sobre la piel de los condenados, con barritas de estaño y
autógena, toda clase de líneas y dibujos maravillosos que parecían oropéndolas
anadeando sus culos por entre elipses de plata, y que se iban entrecruzando alrededor
del cuerpo como un cañamazo, terminando por formar una sola pieza sobre la
carne carbonizada. No dibujaban figuras humanas porque lo prohíbe expresamente
el Profeta (¡con Él sean la plegaria y la paz!).
Se utilizaba oro, si era domingo;
puesto que este es el metal que corresponde astrológicamente a ese día de la
semana. Plomo si era sábado, etc.; y así también: hierro, estaño, plata, cobre
y mercurio. El último metal mencionado no producía ningún daño por sí mismo,
como es natural, pero las quemaduras del mercurio hirviendo gracias a la
autógena eran más que suficientes.
Y dijo el cadí: “¡Yah, Alah!
Agradezco a la Providencia que no haya un octavo planeta cuyo representante sea
el platino, por ejemplo, que es carísimo”:
Los discípulos del cadí hacía rato
que observaban a la asquerosa vieja carterista, haciéndoseles agua la boca.
A los fines de endosarle un
espejismo o falso castigo, cosa que tuviese una pálida idea de la verdadera
reprimenda que le habría de dar el cadí cuando se levantara por la mañana y
diese alimento a los perros sagrados, arrancaron a la desabrida e intratable
vieja las pocas muelas y dientes que le quedaban, para emparejarle las encías;
en esa forma la vieja execrable y arisca podría articular mejor las palabras, e
iniciar con eficiencia su defensa oral ante el cadí.
Compadecidos por lo demás ante su
boca huérfana de piezas dentales, se decidieron por pura filantropía a ponerle
una dentadura allí mismo sin falta. Así, comenzaron por atarla con alambres de
púa a un poste, y luego, sin prestar la menor atención a los rugidos
triunfantes de la maliciosa y detestable vieja, procedieron a meterle en cada
encía -donde antes hubo dientes o muelas-un clavo a martillazos. Dichos
trebejos estaban calentados al rojo; pero no para hacer sufrir a aquella aviesa
pécora, vieja malévola e insolente, sino por su propio bien; ya que en esa
forma, las heridas cicatrizaban de inmediato. La desalmada proterva, condenable
y ruin vieja, vino a quedar de esta guisa con una dentadura nueva, como de
plata.
Seguramente alguien se preguntará
cómo es posible dar martillazos en el fondo de una encía. Es que, estos Emires
de los Dientes, habían inventado un mini martillo telescópico, encargado de
producir en el interior de las fauces viejeriles, los indispensables micro
climas de violencia.
Luego que a la pésima e
indeseable vieja le hubo sido puesta la nueva dentadura, los Dispensadores de
Dones quedaron cavilantes acerca de los méritos de la obra odontológica. En ese
momento la dentadura parecía de plata puesto que los clavos eran nuevos; pero,
¿qué sería de aquel argentino brillo una vez oxidados?
De manera que se los arrancaron a
todos, uno por uno, y luego de haberlos sometidos a un baño de acrílico se los
volvieron a meter en los mismos agujeros. Como los clavos habían sufrido un
proceso de engorde a causa del plástico, no bailaban sino que entraron lo más
bien.
Toda esta última parte de la
operación, o sea la sacada y puesta, fue acompañada por la música de la
descarriada, injusta y perniciosa vieja, quien lanzaba alaridos tan magníficos
que los operadores llegaron a la conclusión de que ella estaba gozando
intensamente. Para tal estimación se basaron en el cuarto principio de la
termodinámica, o ley del segundo orgón, de Reich. En efecto, la anatematizada y
perversa vieja obligaba a tal pensamiento con sus arqueos de espalda y, sobre
todo, mediante los golpes que daba con sus pies: primero zapateaba con una
pierna, después con la otra, luego otra vez con la primera, etc. De lo más
erótico y análogo a un violento orgasmo. Corajuda, la rabiosa vieja, dentro de
su placer. Irascible, la malsufrida geronta. Soberbia, la prepotente anciana.
Arrebatada y torva, gozando sola y sin invitar a nadie, aquella tenebrosa
furia. Sus berridos en cambio, soberanos y nítidos, no tenían nada de lóbregos
ni desdibujados ni confusos; antes bien, los mencionados alaridos parecían
ovaciones; o sea: el aplauso unánime del público cuando premia la labor de un
artista. Aquellos rugidos sexuales eran luminosos, nítidos, diáfanos,
paladinos, inequívocos y terminantes. Sus gritos deliciosos y reconfortantes
hablaban de apetencias eróticas, de públicas demandas de lecciones prácticas.
Después de todo se las había
arreglado para sacar provecho, la nauseabunda y malintencionada vieja. Más
odiosa que nunca, la infame y fétida.
Así pues y por todo lo
anteriormente referido, esos derviches, aquellos santones de la dentición,
llegaron al convencimiento íntimo de que esta endiablada estaba de lo más
alegre y gozosa, y que sus alaridos eran pura simulación, propia de un pudor
koránico. Libres ya de remordimientos y con la conciencia tranquila, alguien
propuso volvérselos a sacar y ponerle clavos de cuatro caras como los que se
les colocan a los zombees, para impedir la rotación y asegurarlos a las
mandíbulas.
Pero los demás se opusieron
alegando razones humanitarias. En efecto: de proceder en esa forma, la maldita
y podrida vieja sufriría innecesarias torturas. Lo mejor era asegurar los
clavos ya puestos con un puenteo de estaño. Dicho y hecho: el Sultán de los
Odontólogos en persona procedió a fundirle, arriba de las encías, una barra
entera con ayuda de un pequeño soplete de llama corta y fina. Media barra en la
mandíbula superior y el resto en la inferior. Comenzó por la de arriba, ya que
era la más difícil, y porque a la malandrina, maligna y vomitada vieja había
que ponerla cabeza abajo para trabajar mejor. Este Califa de los Dientes
siempre hacía los trabajos más difíciles primero, para después tener derecho a
descansar. Era un tenaz. Uno de esos hombres que no se dejan subordinar por los
reveses de la vida. De los que dan la cara al Destino y lo enfrentan
virilmente. Pero cometió un error, al no advertir lo obvio: el puenteo de
estaño, a la fuerza habría de quemar el acrílico. Todo el primer trabajo, en
vano. Sin querer le habían otorgado el derecho a burlarse a la aprovechada
vieja; atrincherada dentro de su mente en ruinas, ahora podría diagnosticar
fracaso, la malvada grotesca y babosa.
El Profeta de los Odontólogos se
puso rubí de vergüenza.
Cuando el cadí se levantó -y
luego de sus abluciones matinales, que realizó como buen musulmán-dirigióse
hasta donde se encontraba la terca, testaruda y contumaz arpía.
Sus discípulos le confesaron de
rodillas que habían fracasado en su intento por poner en vereda a la
incorregible, reincidente, recalcitrante y obstinada geronta. No dudaron, ni
por un segundo, que el Maestro tendría más suerte.
Pasaron luego a informarle de la
irreligiosidad de la impenitente vieja: atada con alambre de púa y cabeza abajo
como estaba, bien podría haber dado gracias a Alah de que continuara
soportándola un rato más en la Tierra, en vez de llevarla en el acto y sin más
dilaciones a la quinta torca del infierno a donde seguramente iría. Pero no
había rezado ni nada, aquella descreída relapsa.
También procuraron llevarla a la
reflexión mediante un monólogo contrapuntístico de pinchos; así estaría
preparada para pelear por su salvación mediante gentiles maneras, abdicando de
su deplorable actitud; pero ni con ésas. Llegaron a la conclusión de que la
despreciable e imposible vieja se hacía la loca para pasarlo bien.
El cadí ordenó que la sacaran del
poste.
Cuando la llevaron a su presencia
fue preciso sostenerla, pues se negaba a estar parada la muy cómoda; holgando
en brazos de los otros y siempre tomando ventajas la perfecta inútil. El cadí
tuvo la condescendencia de preguntarle cómo se llamaba. Sin prestarle atención,
la altamente maléfica comenzó a cuchichear con el Enemigo de la humanidad, su
Dueño y Señor. Al menos, eso dedujeron todos ante los extraños e indescifrables
suspiros, graznidos, ruidos y otras. Chismorreaba con sus gorgoteos, sin duda
para mantenerlo informado de las últimas novedades en la Tierra. Firme hasta el
fin en sus herejías y blasfemias, aquélla, poco temerosa del Cielo, cerda.
Testaruda, en su desviación contumaz. Pecadora, la obstinada sectaria.
Inexpugnable, en su atrevida desfachatez. Inconquistable, en su audaz
desvergüenza de vieja puta. Invencible, en su temeridad petulante y díscola.
Para dar lástima -sin sospechar
que el magistrado ya había sido advertido-, la ridícula y zalamera vieja
escupió sangre e hizo otras mil gitanerías delante del cadí a los fines de
seducirlo. Ingobernable, la cerril e insolente vieja. Deseaba robar el tiempo
de los otros mediante engaños, la falaz y codiciosa anciana. El cadí comprendió
finalmente, que aquella atroz pésima, con sus gemidos, balbuceos, sangre y
continuos desplomes, no se proponía otra cosa que una maniobra parlamentaria de
obstrucción.
En eso estaban cuando ella lanzó
por la boca una especie de palabras; pero todo muy amanerado. ¿Qué habría
querido decir con algo tan impreciso y equívoco, la ambigua vieja? Desconfiaron
de la cínica, procaz e impúdica. Triste experiencia tenían con la descarada
anciana. Desvergonzada, la geronta.
Por orden del cadí le fueron
pasados rodillos ardientes por culo y espalda, como quien pinta. Era cosa de
ver cómo saltaba la vieja mentirosa, para llamar la atención. Se le dijo que
con pataletas e histerias no iba a conmoverlos.
¿Por qué no hablaba en su
descargo, si se había cometido un error con ella? El cadí era un hombre
clemente, sensible y proclive a la piedad. No se habría negado en modo alguno a
escucharla.
Bien sabía la indignante, astuta
y escurridiza vieja, que ningún argumento que esgrimiese podría haber
justificado su malévolo acto carteril anti ojo. Se negaba a explayarse;
rehusaba hablar, la silente vieja.
Era capaz de morirse,
exclusivamente para molestar y escapar a su castigo que, por otra parte, aún no
había sido determinado.
Entonces comenzaron a observarse
signos de abdicación, por parte de la desfachatada vieja. Parecía desolada,
como a punto de entregarse, abrirse a ellos. El cadí, como es natural, jamás
quiso castigarla, sino sacar de su descarrío, desviación y error, a la
renunciante decrépita.
Se veía meditabunda y deprimida,
la desalentada geronta. Parecía que iba a hablar, apelando a la clemencia
siempre infinita de los magistrados.
Pero por la expresión de astucia
que observaron en un recoveco del cachete que aún poseía, comprendieron que
había conseguido engañarlos otra vez y con una nueva insolencia.
Entonces decidieron que, por lo
menos, le transformarían las tibias en flautas. Descarnadas que éstas -las
extremidades-fueron, a la caminante vieja le cortaron las piernas a la altura
de las rodillas, porque todo lo situado desde ese paralelo hacia abajo,
molestaba para la construcción de las mencionadas flautas. Luego se procedió a
vaciarle el interior de las referidas tibias con baquetas como las que se usan
para limpiar los fusiles, y practicaron siete perforaciones sucesivas en cada
una para lograr las citadas máquinas de música. Dos flautistas procedieron
entonces a tocar sobre la instrumentada vieja.
Ante los gorgoteos con metrónomo
y diapasón de la musical vetusta -por alguna ignota razón se asemejaban mucho a
los de un agonizante, pero no era eso en absoluto-, todos supusieron que ella
pensaba emitir algo en su descargo y se acercaron para escucharla, provistos de
cuadernillos y lápices de puntas filosas. El cadí, incluso, inclinó algo su
regia cabeza hacia la dicharachera anciana.
Escupió un poco más de sangre.
Otro gorgoteo, gemidos, y más sangre hasta completar un cuarto de pinta. Nadie
le reprochó esta nueva hazaña; todos lo tomaron como algo muy natural; equivalía
a la afinación de los instrumentos por parte de una orquesta. Ahora vendría el
concierto. Se le dio tiempo; esperóse pacientemente. En vano. Estupefactos
comprobaron que no tenía la menor intención de explayarse, la necia, torpe y
estólida y portentosa vieja.
El egregio, sublime y altísimo
cadí, tomó aquel silencio como una rareza excéntrica. Extravagante, la abultada
vieja.
Tomó entonces la resolución de
sacarle un poco más de carne; hacer marchar al destierro a otra parte de sus
bienes corporales.
Aquí se acabaría toda la farsa.
Terminarían para siempre las patrañas, jugarretas y triquiñuelas de la tramposa
vieja.
El verdugo oficial la tomó para
sí e hizo travesuras, efectuando -como buen matemático que era-algunas
permutaciones y reemplazos de ovarios y orejas; hasta que el cadí, fastidiado,
le dijo que cesase de importunar a la disgustada vieja.
La aparatosa y alharaquienta
anciana estaba muy llamativa con toda la carne levantada. Rumbosa, habiéndose
hecho pis y caca encima aquella cochina.
Deshonesta al mostrar sus huesos
para erotizarlos y que así se olvidaran del castigo. La muy obscena vieja.
Grosera y liviana, la descortés provecta.
Ya que la cartera que introdujo
al cadí en un ojo fue a causa del asiento, entonces le fabricaron un trono de
hierro calentado al rojo, para que desde allí pudiera responder a la acusación.
Medio reculaba desconfiada, la recelosa y suspicaz vieja.
Cuando la sentaron en el trono,
¡Yah, Alah!: recordó a la buena y briosa vieja de un principio. Chocha, la
encanecida matriarca. Se retorció lujuriosa la impúdica, como no queriendo
perderse ni una poca de aquella pagana, druídica fiesta. Relajada, la sádica e
inmoral licenciosa. Burlona la incontinente, lúbrica y obscena sicalíptica. Una
tarquinada, la indecorosa disolución de la Luzbel vieja.
Y después se quedó muy quieta.
Quietísima.
El cadí sospechó algo tremendo.
Ordenó a sus discípulos que le tomaran el pulso, temiendo lo peor.
Hizo sátira de ellos con su
senectud inexpugnable y triunfante, la madura pimpolla. Sarcástica, esta
venenosa anciana. Irónica, esa cáustica y mordaz vieja. Punzante, aquella
insurrecta sardónica. Rebelde y todavía amotinada, la facciosa. Mediante sus
estratagemas sigilosas, la tortuosa vieja se les había ido transformando en
alegoría. Una rareza, la sin par bribona. Persistente, esa malévola decrépita.
Se moría, y con ello escaparía al castigo. Se sentían culpables; se reprochaban
el haber fallado por perezosa irresponsabilidad. No habían sabido tocarle la
tecla del dolor, a causa de una mezquina neurastenia, dejadez u olvido. Se
moría antes de tiempo a causa de un descuido indolente y apático, por la
inveterada desidia y la deliberada incuria. Se moría sin haber sido torturada,
ni sancionada, y ni siquiera reconvenida. Se moría.
Y se murió nomás, la desobediente
vieja.
Cuando la pira celestial incineró
su último muerto —no bien cesó de funcionar ese antiguo horno crematorio,
perseguido de cerca por las vengadoras sombras—, el cadí fue a la mezquita. Oró
la noche entera para que el Profeta le perdonara su fracaso. Alah es Enorme.
FIN
“En
casa cuentos” por Gonzalo Aciar y Guillermina Luján. 2020
Imagen
Guillermina Luján.
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