LA MUJER MÁS HERMOSA DE LA CIUDAD (Charles Bukowski, Alemania 1920 – Estados Unidos 1994)
Cass era la más joven y hermosa de cinco hermanas.
Cass era la mujer más hermosa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible
y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y
fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su
pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo.
Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio.
Algunos decían que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían
entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una máquina sexual y no
se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a
los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass
se evadía de algún modo, los eludía.
Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su
belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía
inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y
cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una
pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era
práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban
rabiosísimas porque creían que no les sacaba todo el partido posible. Tenía la
costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos
le repugnaban: “No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían
siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… todo fachada y
nada dentro…” Tenía un carácter rayando la locura; un carácter que algunos
calificaban de locura.
Su padre había muerto del alcohol y su madre se
había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente
que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste,
más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidaban a Cass y Cass se
peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo,
de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le
cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza
parecía, por el contrario, realzarla.
Yo la conocí en el bar West End unas noches después
de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que
soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más
feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto.
-¿Tomas algo?
-Claro, ¿por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra
conversación esa noche, era solo el sentimiento que Cass transmitía. Me había
elegido y no había más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No
parecía tener edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese
falsificado el carné de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que
volvía del baño y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No solo era la
mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había
visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
-¿Crees que soy bonita? -preguntó.
-Sí, desde luego. Pero hay algo más… algo más que
tu apariencia…
-La gente anda siempre acusándome de ser bonita.
¿Crees de veras que soy bonita?
-Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creí que buscaba el pañuelo.
Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se
había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas.
Sentí repugnancia y horror.
Ella me miró y se echó a reír.
-¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora,
eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida.
Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El
encargado se acercó.
-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te
echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.
-¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
-Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
-No te preocupes -dije yo.
-Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera
con ella.
-No -dije-, a mí me duele.
-¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo
un alfiler en la nariz?
-Sí, me duele, de veras.
-De acuerdo, no lo volveré a hacer. ¡Ánimo!
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del
beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo
vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando
pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba
sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia.
Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre o algo
acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me
preguntó:
-¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
-Por la mañana -dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le
llevé uno a la cama. Se echó a reír.
-Eres el primer hombre que conozco que no ha
querido hacerlo por la noche.
-No hay problema -dije-. En realidad no tenemos que
hacerlo.
-No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me
refresque un poco.
Se fue al baño. Salió enseguida, realmente
maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes,
toda resplandor… Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.
-Ven, amor.
Fui. Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que
mis manos recorriesen su cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era
cálida y firme. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me
miraba a los ojos.
-¿Cómo te llamas? -pregunté.
-¿Qué diablos importa? -preguntó ella.
Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la
llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. No tenía que trabajar así
que dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en
la bañera, entró ella con una hoja: una oreja de elefante.
-Sabía que estarías en la bañera -dijo-, así que te
traje algo para tapar esa cosa.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de
elefante.
-¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
-Lo sabía.
Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba
en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía
las hojas de elefante. Y luego hacíamos el amor. Telefoneó una o dos noches y
tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea.
-Esos hijos de puta -decía-, solo porque te pagan
unas copas creen que pueden llevarte a la cama.
-La culpa la tienes tú por aceptar la copa.
-Yo creía que se interesaba por mí, no solo por mi
cuerpo.
-A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la
mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve
vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos
tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de ponerme en marcha, y
cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos
en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
-Vaya, cabrón, veo que has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un
vestido de cuello alto. Nunca la había visto así. Y debajo de cada ojo,
clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Solo se podían ver las
cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
-Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu
belleza….
-No, no seas tonto, es la moda.
-Estás chiflada.
-Te he echado de menos -dijo.
-¿Hay otro?
-No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora trabajo en
la calle. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
-Sácate esos alfileres.
-No, es la moda.
-Me hace muy desgraciado.
-¿Estás seguro?
-Sí, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el
bolso.
-Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La
belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes
siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
-Vale -dije-, tengo mucha suerte.
-No quiero decir que seas feo. Solo que la gente
cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
-Gracias.
Tomamos otra copa.
-¿Qué andas haciendo? -preguntó.
-Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me
interesa.
-A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
-No creo que quisiera establecer un contacto tan
íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
-Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso.
Salimos juntos a la calle. La gente aún miraba a
Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.
Fuimos a casa. Abrí una botella de vino y hablamos.
A Cass y a mí siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato, yo escuchaba,
y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin tensión. Era como si
descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con
aquella risa… de aquella manera en que solo ella podía reírse. Y durante la
charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos
irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quitó aquel vestido del cuello
alto y lo vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era
grande y ancha.
-Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije
desde la cama.
-Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no
te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujó y se echó
a reír:
-Algunos me pagan los diez y luego, cuando me
desvisto, no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
-Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, cabrona,
te amo… deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio.
Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una
bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el
desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama
gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.
-¡Arriba, cabrón! ¡Échate agua fría en la cara y la
pinga y ven a disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día
de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos
playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de
piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas
pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos,
discutían las ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo
atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire
y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos mucho. Era agradable
simplemente estar juntos. Compré sándwiches, papas fritas y bebidas y nos
sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un
rato. Era mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos sin tensión. Luego
volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, le sugerí a
Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo
lentamente: “no”. La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré trabajo como
empaquetador en una fábrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba
demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me
acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya
bastante borracho, me dijo el encargado.
-Siento lo de tu amiga.
-¿El qué? -pregunté.
-Lo siento. ¿No lo sabías?
-No
-Suicidio, la enterraron ayer.
-¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a
aparecer en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?
-La enterraron las hermanas.
-¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
-Se cortó el cuello.
-Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la
más bella de las cinco hermanas, la mujer más hermosa de la ciudad. Conseguí
conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber insistido en
que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel “no”. Todo en ella había
indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible,
demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No,
¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí
lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad, muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos
bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé:
-¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CÁLLATE YA!
Seguía avanzando la noche y yo no podía hacer nada.
FIN
“En
casa cuentos” por Gonzalo Aciar y Guillermina Luján. 2020
Imagen
Guillermina Luján.
Qué triste .... pensé en un final feliz.. pero no era un cuento color rosa .... muy buena la descripción , te introduce en la lectura de una manera misteriosa y te atrapa.... Genial la selección Chicos... Muchas gracias....
ResponderEliminarAl parecer a Bukowski le interesaba describir parte de ese mundo oscuro y algo triste al que él también pertenecía. ¡Abrazo y gracias por comentar!
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ResponderEliminar¡Gracias Ana p!
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