EL SECRETO DEL CADALSO (Villiers de l’Isle-Adam, Francia 1838-1889)
Las recientes ejecuciones me recuerdan esta
extraordinaria historia:
Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las
siete, el doctor Edmond-Désiré Couty de La Pommerais recientemente trasladado
de la Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de
una camisa de fuerza, en la celda de los condenados a muerte.
Taciturno, fija la mirada, apoyaba los codos en
el respaldo de la silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez de su
rostro frío. A dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, lo observaba,
cruzados los brazos.
Casi todos los detenidos están obligados a un
trabajo cotidiano, de cuyo salario la administración deduce, en caso de
fallecimiento, el precio de la mortaja, que nunca proporciona. Solo los
condenados a muerte no tienen que realizar tarea alguna.
El prisionero era de esos que no juegan a los
naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza.
Treinta y cuatro años; moreno; de talla
mediana; bien proporcionado en verdad; las sienes grises desde hacía poco; la
mirada nerviosa, semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las
manos saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces;
modales de estudiada distinción: tal aparecía.
(Se recordará que en las audiencias del Sena,
no habiendo podido M. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no
obstante lo riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido
por los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de M.
Oscar de Vallée, M. de La Pommerais, convicto de haber administrado dosis
mortales de digitalina a una dama amiga suya, con premeditación y propósitos de
lucro, oyó pronunciar contra él, en aplicación de los artículos 301 y 302 del
Código Penal, la sentencia de muerte.)
Esa noche del 5 de junio ignoraba aún el
rechazo del recurso de apelación, así como de toda audiencia de gracia
solicitada por sus familiares. Apenas si su defensor, más dichoso, había
logrado que lo escuchara distraídamente el Emperador. El venerable abate
Crozes, que antes de cada ejecución se agotaba en súplicas a las Tullerías,
había regresado sin respuesta. ¿Conmutar la pena de muerte en tales
circunstancias, no implicaba abolirla? El caso era ejemplar. En opinión del
Partquet, el rechazo del recurso era indudable y debía ser notificado de un
momento a otro, y M. Hendreich había sido encargado de recibir al condenado el
9 a las cinco de la mañana.
De pronto, sonó en las losas del corredor un
ruido de culatas de fusil; la cerradura chirrió pesadamente; la puerta se
abrió; brillaron las bayonetas en la penumbra; el director de la Roquette, M. Beauquesne, apareció en el
umbral, acompañado de un visitante.
M. de La Pommerais, que levantó la cabeza,
reconoció de una ojeada en ese visitante al ilustre cirujano Armand Velpeau.
A un signo de su superior, el guardia salió, y
M. Beauquesne, tras una muda presentación, se retiró también, dejando solos a
los dos colegas, frente el uno al otro, mirándose.
La Pommerais, en silencio, señaló al doctor su
propia silla, y fue luego a sentarse en la cucheta de la cual los durmientes,
en su mayor parte, son despertados de la vida en un sobresalto. Como se veía
poco, el gran médico se acercó al… enfermo, para observarlo mejor y poder
conversar en voz baja.
Velpeau entraba ese año en los sesenta. En el
apogeo de su renombre, heredero del sillón de Larrey en el Instituto, primero
profesor de clínica quirúrgica de París, y por sus obras, todas de un rigor de
deducción tan claro y tan vivo, una de las luces de la ciencia patológica, el
distinguido médico se imponía ya como una de las cumbres de la ciencia.
Tras un frío momento de silencio:
—Señor —dijo—, entre los médicos debemos
ahorrarnos inútiles condolencias. Por otra parte, una afección de la próstata
(que, seguramente, me matará dentro de dos años o dos años y medio) me
clasifica también, con diferencias de pocos meses, en la categoría de los
condenados a muerte. Sin preámbulos, pues, vayamos a los hechos.
—Entonces, según usted, doctor, mi situación
jurídica es… ¿desesperada? —interrumpió La Pommerais.
—Así se teme —respondió simplemente Velpeau.
—¿Está fijada mi hora?
—No lo sé; pero como nada se ha determinado aún
a su respecto, puede seguramente contar con algunos días.
La Pommerais se pasó la manga de la camisa de
fuerza por su pálida frente.
—Sea. Gracias. Estaré dispuesto: ya lo estoy.
Ahora, cuanto más pronto, mejor.
—Como su recurso no ha sido rechazado, al menos
hasta ahora —continuó Velpeau—, la proposición que voy a hacerle solo es
condicional. ¡Si se salva usted, tanto mejor!… Si no…
El gran cirujano se detuvo.
—¿Si no?... —preguntó La Pommerais.
Velpeau, sin responder, extrajo del bolsillo un
pequeño estuche, lo abrió, sacó el bisturí y, cortando la camisa en la muñeca
izquierda, apoyó el dedo medio sobre el pulso del joven condenado.
—Señor de La Pommerais —dijo—, su pulso me
revela una sangre fría y una firmeza raras. El paso que doy ante usted (y que
debe mantenerse en secreto) tiene por objeto una suerte de ofrecimiento que,
aun dirigido a un médico de su energía, a un espíritu templado en las
convicciones positivas de nuestra ciencia y bien liberado de los temores fantásticos
de la muerte, podría parecer una extravagancia o una irrisión criminal. Pero
sabemos, creo, quiénes somos. Usted la tomará, pues, en atenta consideración,
por turbadora que pudiera parecerle en el primer momento.
—Mi atención le está asegurada, señor —contestó
La Pommerais.
—No ignora usted —siguió Velpeu—, que una de
las cuestiones más interesantes de la fisiología moderna es saber si persiste
algún resplandor de memoria, de reflexión, de sensibilidad real en el cerebro del hombre, después de seccionada la cabeza…
Al oír este inesperado comienzo, el condenado
se estremeció; después, reponiéndose:
—Cuando usted entró, doctor —respondió—, estaba
justamente preocupado por ese problema, doblemente interesante para mí, como
comprenderá…
—Está usted al corriente de los trabajos
escritos sobre el asunto, desde los de Soemmering, Sue, Sedillot, Bichat, hasta
los modernos, ¿no es así?
—Hasta asistí, una vez, a uno de sus cursos de
disección en los restos de un ajusticiado.
—¡Ah!0… Sigamos, entonces. ¿Tiene usted
nociones exactas, desde el punto de vista quirúrgico, sobre la guillotina?
La Pommerais, luego de mirar bien a Velpeu,
contestó fríamente:
—No, señor.
—He estudiado escrupulosamente el aparato hoy
mismo —continuó inconmovible el doctor Velpeau—. Es, lo atestiguo, un
instrumento perfecto. La cuchilla actúa a la vez como cuña, como guadaña y como
maza, cortando al sesgo el cuello del paciente en un tercio de segundo. El decapitado, bajo el impacto de este ataque
fulgurante, no puede experimentar más dolor, pues, que el que siente en el
campo de batalla el soldado a quien una bala arranca un brazo. La sensación,
por falta de tiempo, es nula y obscura.
-Tal vez haya post-dolor, queda lo vivo de dos heridas. ¿No fue Julia Fontenelle
quien, dando sus motivos, preguntó si esa misma velocidad no tenía
consecuencias más dolorosas que la ejecución con alfanje o con hacha?
-Bérard trató como merecía ese desvarío.
Personalmente, tengo la convicción, basada en experiencias y en mis
observaciones particulares, de que la ablación instantánea de la cabeza
produce, en el mismo momento, en el individuo decapitado, el desvanecimiento
anestésico más absoluto.
“El solo síncope provocado por la pérdida
súbita de cuatro o cinco litros de sangre que irrumpen fuera de los vasos (a
menudo con una fuerza de proyección circular de un metro de diámetro) bastaría
para tranquilizar a este respecto a los más timoratos. En cuanto a los
estremecimientos inconscientes de la máquina carnal detenida demasiado
repentinamente en su proceso, no constituye más indicio de sufrimiento que… las
palpitaciones de una pierna cortada, por ejemplo, cuyos músculos y nervios se
contraen, pero de la que ya no se sufre. Digo que la fiebre nerviosa de la
incertidumbre, la solemnidad de los preparativos fatales y el sobresalto del
despertar matinal son lo más claro de ese presunto sufrimiento, en estos casos.
Como la amputación no es perceptible,
el dolor real es imaginario. ¡Vamos! Un golpe violento en la cabeza no sólo no se
siente sino que no deja conciencia alguna del choque; tal lesión simple de las
vértebras acarrea la insensibilidad atáxica, y la separación de la cabeza, la
escisión de la espina dorsal, la interrupción de las relaciones orgánicas entre
el corazón y el cerebro, ¿no bastarían para paralizar, en lo más íntimo del ser
humano, toda sensación, aun la más vaga, de dolor? ¡Imposible! ¡Inadmisible! Y
usted lo sabe tan bien como yo.
-Así lo espero, al menos, más que usted, señor
–respndió La Pommerais-. Por lo tanto, no es en realidad un grande y rápido
sufrimiento físico (apenas concebido en la turbación sensorial y pronto ahogado
por la ascendente invasión de la muerte); no es eso, repito, lo que temo. Es
otra cosa.
-¿Quiere usted tratar de formularla? –dijo
Velpeau.
-Escuche –murmuró La Pommerais tras un instante
de silencio-. En definitiva, los órganos de la memoria y de la voluntad (si
están circunscritos en el hombre a los mismos lóbulos en que los hemos
comprobado en… el perro, por ejemplo), esos órganos, digo, ¡son respetados por el paso de la cuchilla!
“Hay demasiados precedentes dudosos, tan
inquietantes como incomprensibles, para que me deje persuadir fácilmente de la
inconsciencia inmediata de un decapitado. Según las leyendas, ¿cuántas cabezas
no han vuelto su mirada hacia quien las interrogaba? ¿Memoria de los nervios?
¿Movimientos reflejos? ¡Vanas palabras!
“Recuerde usted la cabeza de aquel marinero
que, en la clínica de Brest, una hora y
cuarto después de la decapitación, cortaba con un movimiento de las
mandíbulas –tal vez voluntario- un
lápiz colocado entre ellas… Por no citar más que ese ejemplo entre mil, la
cuestión real sería, pues, saber si era o no el yo de ese hombre el que, cesada
la hematosis, impresionó los músculos de su cabeza exagüe.
-El yo no reside sino en el conjunto –dijo
Velpeau.
-La médula espinal prolonga el cerebelo
–respondió M. de La Pommerais-. Esto sentado, ¿dónde estaría el conjunto
sensitivo? ¿Quién podrá revelarlo? Antes de ocho días yo sí que lo habré
sabido… y olvidado.
-De usted depende, quizá, que la humanidad lo
sepa de una vez por todas –respondió lentamente Velpeau, los ojos clavados en
su interlocutor-. Y, hablando con franqueza, es por eso por lo que estoy aquí.
“He sido delegado ante usted por una comisión
de nuestros más eminentes colegas de la Facultad de París, y aquí está el
permiso del Emperador. Contiene poderes lo bastante extensos como para
prorrogar, llegado el caso, la orden de su ejecución.
-Explíquese… no lo entiendo –contestó La
Pommerais, perplejo.
-Señor de La Pommerais, en nombre de la Ciencia
a la que amamos y que cuenta ya, entre nosotros, innumerables mártires
magnánimos, vengo (en la hipótesis para mí más que dudosa, de que fuera
factible cualquier experimento convenido entre nosotros) a reclamar de todo su
ser la mayor suma de energía y de intrepidez que sea posible esperar de la
especie humana. Si su recurso de gracia es rechazado, usted resulta ser, como
médico, un sujeto competente por sí mismo en la suprema operación que debe
soportar. Su concurso sería, pues, inestimable en una tentativa de…
comunicación. Claro está, por más buena voluntad que usted se proponga
demostrar, todo parece testimoniar de antemano el resultado más negativo; pero,
en fin, con usted (suponiendo siempre que esta experiencia no sea absurda en
principio) se ofrece una probabilidad sobre diez mil de iluminar
milagrosamente, por así decirlo, la fisiología moderna. La ocasión debe ser,
pues, aprovechada, y en caso de cambiarse victoriosamente un signo de
inteligencia después de la ejecución, usted dejaría un nombre cuya gloria
científica borraría para siempre el recurso de su flaqueza social.
-¡Ah! –murmuró La Pommerais, pálido, pero con
resuelta sonrisa-. ¡Ah!, empiezo a comprender… De hecho, los suplicios
revelaron los fenómenos de la digestión, dice Michelot. ¿Y… de qué naturaleza
sería su experimento? ¿Sacudidas galvánicas?… ¿Excitación del ciliar?
¿Inyecciones de sangre arterial? ¡Poco
concluyente todo eso!
-Inútil decir que inmediatamente después de la
triste ceremonia sus restos irán a descansar en paz en la tierra, y que no lo
tocará uno solo de nuestros escalpelos –continuó Velpeau-. ¡No!… pero a la
caída de la cuchilla, yo, yo estaré allí, de pie, frente a usted, junto a la
máquina. Su cabeza pasará de manos del ejecutor a las mías lo más pronto posible.
Y entonces, como el experimento no pude ser serio y concluyente más que por su
misma simplicidad, yo le gritaré, muy distintamente, al oído: “Señor Couty de
La Pommerais, en recuerdo de lo convenido en vida, ¿puede usted, en este momento, cualesquiera sean las
demás contracciones de las facies, usted puede, mediante esa triple guiñada,
advertirme que me ha oído y entendido, y probármelo, impresionando así, por un
acto de memoria y de voluntad permanentes, su músculo palpebral, su nervio
zigomático y su conjuntiva (dominando todo el horror, todo el oleaje de las
demás impresiones de su ser), ese hecho bastará para iluminar a la Ciencia y
revolucionar nuestras convicciones. Y yo sabré, no lo dude, darlo a conocer de
manera que, en el futuro, su memoria sea no tanto la de un criminal como la de
un héroe.
Al oír estas insólitas palabras, M. de La
Pommerais pareció presa de una conmoción tan profunda que, las pupilas
dilatadas fijas en el cirujano, permaneció durante un minuto silencioso y como
petrificado. Después, sin decir palabra, se levantó, dio algunos pasos, muy
pensativo, y al fin, meneando la cabeza:
-La horrible violencia del golpe me arrancará
fuera de mí mismo. Realizar tal cosa me parece superior a toda voluntad, a todo
esfuerzo humano –dijo-. Además, se dice que las probabilidades de vitalidad no son las mismas en todos los
guillotinados. No obstante… vuelva, señor, la mañana de la ejecución. Le
contestaré si me presto o no a esa tentativa a la vez espantosa, repelente e
ilusoria. Si mi respuesta es negativa, cuento con su discreción para dejar que
mi cabeza sangre tranquilamente su postrera vitalidad en el cubo de estaño que
ha de recibirla.
-Hasta pronto, pues, M. de La Pommerais –dijo
Velpeau levantándose también-. Reflexione.
Ambos se saludaron.
Un instante después, el doctor Velpeau
abandonaba la celda, el guardia volvía a entrar y el condenado se extendía,
resignado, en el lecho de campaña, para dormir o pensar.
Cuatro días después, hacia las cinco y media de
la mañana, M. Beauquesne, el abate Crozes, B. Claude y M. Portier, escribano de
la Corte imperial, entraron en la celda. Despertado, M. de La Pommerais, a la
noticia de la hora fatal, se irguió en su asiento muy pálido y se vistió
rápidamente. Después habló diez minutos con el abate Crozes, cuyas visitas ya
había recibido amablemente: bien se sabe que el santo sacerdote estaba dotado
de esa unción de inspirado que infunde valor en la última hora. Luego, viendo
llegar al doctor Velpeau:
-He trabajado –dijo- ¡Mire!
Y durante la lectura de la sentencia, mantuvo
cerrado el párpado derecho mirando fijo al cirujano con su ojo izquierdo
totalmente abierto.
Velpeau se inclinó profundamente y luego,
volviéndose hacia M. Hendreich, que entraba con sus ayudantes, cambió con el
ejecutor una rápida señal de inteligencia.
La toilette
fue breve: se notó que el fenómeno del
pelo encaneciendo a ojos vistas bajo las tijeras no se había producido. Una carta de adiós de
la esposa del reo, leída en voz baja por el capellán, humedeció sus ojos de
lágrimas que el sacerdote enjugó piadosamente con el jirón cortado del cuello
de su camisa. Una vez de pie y con la casaca echada sobre los hombros, debieron
aflorar las trabas de sus muñecas. Después rehusó el vaso de aguardiente, y la
escolta se puso en marcha por el corredor. Al llegar a la puerta, como
encontrara en el umbral a su colega:
-¡Hasta luego! –le dijo en voz baja-… y adiós.
De pronto, las grandes hojas de hierro se
entreabrieron y giraron ante él.
El viento de la mañana entró en la prisión;
amanecía; la gran plaza se extendía a lo lejos, rodeada por un doble cordón de
caballería. Enfrente, a diez pasos, en un semicírculo de gendarmes a caballo,
que a su aparición desenvainaron los ruidosos sables, se alzaba el cadalso. A
cierta distancia, entre los enviados de prensa, algunos se quitaban el
sombrero.
Allá lejos, detrás de los árboles, se oían los
rumores de la multitud, excitada por la noche de espera. Sobre los techos de
las fondas, en las ventanas, muchachas disipadas, pálidas, vestidas con sedas
chillonas, empuñando aún algunas una botella de champaña, se asomaban en
compañía de sombríos trajes negros. En el aire matinal, sobre la plaza, volaban
aquí y allá las golondrinas.
Sola, llenando el espacio y limitando el cielo,
la guillotina parecía prolongar sobre el horizonte la sombra de sus dos brazos
erguidos, entre los cuales, muy lejos, allá arriba, en el azul del alba, se
veía titilar la última estrella.
Ante esta fúnebre visión, el condenado se
estremeció; luego se encaminó resueltamente hacia el pasadizo… Subió los
escalones. Ahora la cuchilla triangular brillaba sobre la negra armazón,
velando la estrella. Ya en la plancha fatal, besó, después del crucifijo, el
mechón de sus propios cabellos recogido durante la toilette por el abate Crozes, que le rozó con él los labios.
-Para ella… -dijo.
Los cinco personajes se destacaban, en silueta,
sobre el cadalso. El silencio se hizo tan profundo en ese instante, que el
ruido de una rama rota, lejos, bajo el peso de un curioso, llegó mezclado con
gritos y risas odiosas hasta el grupo trágico. Entonces, al dar la hora cuyo
último toque no debía escuchar, M. de La Pommerais vio en frente, del otro
lado, a su extraño experimentador, quien, posada una mano en la plataforma, lo
observaba. Se reconcentró un segundo y cerró los ojos.
Bruscamente, la báscula se movió, cayó el yugo,
cedió el botón y el resplandor de la cuchilla pasó. Un choque terrible conmovió
la plataforma; los caballos se encabritaron al olor magnético de la sangre, y
el eco del ruido vibraba aun cuando ya la cabeza ensangrentada de la víctima
palpitaba entre las manos impasibles del cirujano de la Pitié, enrojeciéndole a
raudales los dedos, los puños y la ropa.
Era un rostro espantoso, horriblemente blanco,
con los ojos abiertos y como distraídos, de cejas revueltas, de rictus
crispado: los dientes entrechocaban; el mentón, en el extremo del maxilar
inferior, había sido interesado.
Velpeau se inclinó rápidamente sobre esa cabeza
y formuló, en el oído derecho, la pregunta convenida. Firme como era ese
hombre, el resultado lo hizo estremecer de una especie de frío terror: el
párpado del ojo derecho bajó, mientras el ojo izquierdo, distendido, lo miraba.
-¡En el nombre de Dios mismo y de nuestro ser,
haga dos veces más esa señal! –gritó, algo trastornado.
Las pestañas se separaron, como por un esfuerzo
interior, pero el párpado no volvió a levantarse. La cara, de segundo en
segundo, se tornaba rígida, helada, inmóvil. Era el fin.
El doctor Velpeau devolvió la cabeza muerta a
M. Hendreich, quien, reabriendo el cesto, la colocó, como es costumbre, entre
las piernas del cuerpo ya inerte.
El gran cirujano sumergió sus manos en uno de
los cubos destinados al lavado, que ya comenzaba, de la máquina. En torno de él
la muchedumbre se deslizaba inquieta, sin reconocerlo. Se enjugó, siempre en
silencio.
Después, a paso lento, la frente pensativa y
grave, se dirigió a su coche, estacionado en el ángulo de la prisión. Cuando
subía a él, vio el furgón de la justicia que se alejaba al trote hacia Montparnasse.
FIN
“En
casa cuentos” por Gonzalo Aciar y Guillermina Luján. 2020
Imagen
Guillermina Luján.
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