REMEDIO PARA MELANCÓLICOS (Ray Bradbury, EEUU 1920 - 2012)
-Busquen ustedes unas sanguijuelas, sángrenla -dijo el doctor
Gimp.
-Si ya no le queda
sangre -se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor ¿qué mal aqueja a nuestra
Camila?
-Camila no se siente
bien.
-¿Sí, sí?
El buen doctor
frunció el ceño.
-Camila está
decaída.
-¿Qué más, qué más?
-Camila es la llama
trémula de una bujía, y no me equivoco.
-Ah, doctor Gimp
-protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando
usted llegó.
-¡No, más, más!
Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio
soberano!
-Condenación. Camila
está harta de remedios soberanos.
-Vamos, vamos. Un
chelín y me vuelvo escaleras abajo.
-¡Baje pues, y haga
subir al demonio!
El señor Wilkes puso
una moneda en la mano del buen doctor.
El médico, jadeando,
aspirando rapé, estornudando, se lanzó a las bulliciosas calles de Londres, en
una húmeda mañana de la primavera de 1762.
El señor y la señora
Wilkes se volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce Camila, pálida,
delgada, sí, pero no por eso menos hermosa, de inmensos y húmedos ojos lilas,
la cabellera un río de oro sobre la almohada.
-Oh -Camila
sollozaba casi-. ¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres semanas
atrás, soy un fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré sin haber
cumplido veinte años.
-Niña -dijo la
madre-, ¿qué te duele?
-Los brazos, las
piernas, el pecho, la cabeza. Cuántos doctores, ¿seis? Todos me dieron vuelta
como una chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir intacta.
-Qué mal terrible,
qué mal misterioso -dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos algo.
-¿Qué? -preguntó el
señor Wilkes, enojado-. ¡Olvídate del médico, el boticario, el cura, y amén!
Me han vaciado el bosillo. Qué quieres, ¿qué corra a la calle y traiga al
barrendero?
-Sí -dijo una voz.
Los tres se
volvieron, asombrados.
-¡Cómo!
Se habían olvidado
totalmente de Jaime, el hermano menor de Camila. Asomado a una ventana
distante, se escarbaba los dientes, y contemplaba la llovizna y el bullicio de
la ciudad.
-Hace cuatrocientos
años -dijo Jaime con calma- se ensayó, y con éxito. No llamemos al barrendero,
no, no. Alcen a Camila, con cama y todo, llévenla abajo y déjenla en la calle,
junto a la puerta.
-¿Por qué? ¿Para
qué?
-En una hora
desfilan mil personas por la puerta -los ojos le brincaban a Jaime mientras
contaba-. En un día, pasan veinte mil personas a la carrera, cojeando o
cabalgando. Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes, le
tirarán de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y uno
de esos remedios puede ser el que ella necesita.
-Ah -dijo el señor
Wilkes, perplejo.
-Padre -dijo Jaime
sin aliento-. ¿Conociste alguna vez a una hombre que no creyera ser el autor de
la Materia Médica? Este ungüento verde para el ardor de garganta, aquella
cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien, ¡hay
diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sabiduría que se nos pierde!
-Jaime, hijo, eres
increíble.
-¡Cállate! -dijo la
señora Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni en
ninguna calle…
-¡Vamos, mujer! -dijo
el señor Wilkes-. Camila se derrite como un copo de nieve y dudas en sacarla de
este cuarto caldeado. Jaime, ¡levanta la cama!
La señora Wilkes se
volvió hacia su hija.
-¿Camila?
-Me da lo mismo
morir en la intemperie -dijo Camila- donde la brisa fresca me acariciará los
bucles cuando yo…
-¡Tonterías! -dijo
el padre-. No te morirás. Jaime, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del paso,
mujer! Arriba, hijo, ¡más alto!
-Oh -exclamó
débilmente Camila-. Estoy volando, volando…
De pronto, un cielo
azul se abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se precipitó a la
calle, deseosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos cantaban, los
perros bailoteaban, los payasos cabriolaban, los niños dibujaban rayuelas y se
arrojaban pelotas como si fuera un tiempo de carnaval.
En medio de todo
este bullicio, tambaleándose, con las caras encendidas, Jaime y el señor Wilkes
transportaban a Camila, que navegaba como una papisa allá arriba, en la
cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.
-¡Cuidado! -gritó la
señora Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente…
Por fin la cama
quedó apoyada contra el frente de la casa, de modo que el río de humanidad que
pasaba por allí pudiese ver a Camila, una muñeca Bartolemy grande y pálida,
puesta al sol como un trofeo.
-Trae pluma, tinta y
papel, muchacho -dijo el padre-. Tomaré nota de los síntomas y de los remedios.
Los estudiaremos a la noche. Ahora…
Pero ya un hombre
entre la multitud contemplaba a Camila con mirada penetrante.
-¡Está enferma!
-dijo.
-Ah -dijo el señor
Wilkes, alegremente-. Ya empieza. La pluma, hijo. Listo. ¡Adelante, señor!
-No se siente bien
-el hombre frunció el ceño-. Está decaída…
-No se siente bien…
Está decaída… -escribió el señor Wilkes, y de pronto se detuvo-. ¿Señor? -Lo
miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?
-Sí, señor.
-¡Me pareció haber
oído esas palabras! Jaime, toma mi bastón, ¡échalo de aquí! ¡Fuera, señor,
fuera!
Ya el hombre se
alejaba blasfemando, terriblemente exasperado.
-No se siente bien,
y está decaída… ¡bah! -imitó el señor Wilkes, y se detuvo. Pues ahora una mujer
alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba, señalaba con un dedo
a Camila Wilkes.
-Vapores -entonó.
-Vapores -escribió
el señor Wilkes, satisfecho.
-Fluido pulmonar
-canturreó la mujer.
-¡Fluido pulmonar!
-escribió el señor Wilkes, radiante-. Bueno, esto está mejor.
-Necesita un remedio
para la melancolía -dijo la mujer débilmente-. ¿Hay en esta casa tierra de
momias para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias, árabes,
hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos. Pregunten
por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perejil, incienso macho…
-Flodden Road,
piedra perejil… ¡más despacio, mujer!
-Opobálsamo,
valeriana póntica…
-¡Aguarda, mujer!
¡Opobálsamo, sí! ¡Que no se vaya, Jaime!
Pero la mujer se
escabulló, nombrando medicamentos.
Una muchacha de no
más de diecisiete años, se acercó y observó a Camila Wilkes.
-Está…
-¡Un momento! -el
señor Wilkes escribía febrilmente-. Trastornos magnéticos, valeriana póntica.
-¡Diantre! Bueno,
niña, ya. ¿Qué ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras
apenas. ¿Bueno?
-Está… -la extraña
joven escudriñó profundamente los ojos de Camila y balbuceó-. Sufre de… de…
-¡Dilo de una vez!
-Sufre de… de… ¡oh!
Y la joven, con una
última mirada de honda simpatía, se perdió en la multitud.
-¡Niña tonta!
-No, papá -murmuró
Camila, con los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía. Oh, Jaime, corre a
buscarla, ¡dile que te explique!
-¡No, no ofreció
nada! En cambio la gitana, ¡mira su lita!
-Ya sé, papá.
Camila, más pálida
que nunca, cerró los ojos.
Alguien carraspeó.
Un carnicero, de
delantal ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el mostacho fiero.
-He visto vacas con
esa mirada -dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos frescos. En invierno
yo mismo me curo con este elixir…
-¡Mi hija no es una
vaca, señor! -el señor Wilkes dejó caer la pluma-. ¡Tampoco es carnicero, y
estamos en primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!
Y en verdad, ahora
una inmensa multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo aconsejar una
pócima favorita, o recomendar un sitio campestre donde llovía menos y había más
sol que en toda Inglaterra o en el Sur de Francia. Ancianos y ancianas, doctos
como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una confusión de
bastones, en falanges de muletas y de báculos.
-¡Atrás! ¡Atrás!
-gritó, alarmada, la señora Wilkes-. ¡Aplastarán a mi hija como una cereza
tierna!
-¡Fuera de aquí!
Jaime tomó los
báculos y muletas y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó en busca
de los miembros perdidos.
-Padre, me desmayo,
me desmayo -musitó Camila.
-¡Padre! -exclamó
Jaime-. Sólo hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que paguen por
opinar sobre esta dolencia!
-Jaime, ¡tú sí que
eres mi hijo! Pronto, muchacho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen, señoras y
señores! ¡Dos peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos peniques por
cada consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor. Usted, señora. Y
usted, señor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!
El gentío bullía
como un mar encrespado.
Camila abrió un ojo
y volvió a desmayarse.
Crepúsculo, las
calles casi desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar y
los párpados de Camila temblaron como alas de mariposa.
-¡Trescientos
noventa y nueve, cuatrocientos peniques!
El señor Wilkes echó
en la alforja la última moneda de plata.
-¡Listo!
-Tendré un coche
fúnebre hermoso y negro -dijo la joven pálida.
-¡Cállate! ¿Quién
pudo imaginar, oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por darnos
su opinión?
-Sí -dijo la señora
Wilkes-. Esposas, maridos, hijos, todos hacen oídos sordos, nadie escucha a
nadie. Por eso pagan de buen grado a quien los escucha. Pobrecitos, todos
creyeron hoy que ellos y sólo ellos conocía la angina, la hidropesía, el
muermo, sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy somos ricos, y
doscientas personas se sienten felices, luego de haber descargado frente a
nuestra puerta toda su ciencia médica.
-Cielos, costó
trabajo alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.
-Lee la lista, padre
-dijo Jaime-. De las doscientas medicinas, ¿cuál será la verdadera?
-No importa -murmuró
Camila, suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me revuelven el estómago.
Quisiera ir arriba.
-Sí, querida.
¡Jaime, ayúdame!
-Por favor -dijo una
voz.
Los hombres que ya
se encorvaban, se irguieron para mirar.
El que había hablado
era un barrendero de apariencia y estatura ordinarias, de cara de hollín, y en
medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la hendidura blanca de una
sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones, cada vez que se movía, o
hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una nube de polvo.
-No pude llegar
antes a causa del gentío -dijo el hombre, que tenía en las manos una gorra
sucia-. Iba ya para casa y decidí venir. ¿He de pagar?
-No, barrendero, no
es necesario -dijo Camila.
-Espera… -protestó
el señor Wilkes.
Pero Camila lo miró
dulcemente y el señor Wilkes calló.
-Gracias, señora.
-La sonrisa del barrendero resplandeció como un rayo de sol en el crepúsculo-.
Tengo un solo consejo.
Miraba a Camila.
Camila lo miraba.
-¿No es hoy la noche
de San Bosco, señor, señora?
-¿Quién lo sabe? ¡Yo
no, señor! -dijo el señor Wilkes.
-Yo creo que es la
noche de San Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio. Pues bien
-prosiguió el barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de la
hermosa joven enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de esta
luna creciente.
-¡A la intemperie y
a la luz de la luna! -exclamó la señora Wilkes.
-¡No vuelve
lunáticos a los hombres? -preguntó Jaime.
-Perdón, señor -el
barrendero hizo una reverencia-. Pero la luna llena cura a todos los animales
enfermos, ya sean humanos o simples bestias del campo. El plenilunio es un
color sereno, una caricia reposada, y modela delicadamente el espíritu, y
también el cuerpo.
-Pero, ¿y si llueve?
-dijo la madre, inquieta.
-Lo juro -prosiguió
rápidamente el barrendero-. Mi hermana padecía de esta misma desmayada palidez.
Una noche de primavera la dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la
luna. Ahora vive en Sussex, verdadero espejo de la salud recobrada.
-¡Salud recobrada!
¡Plenilunio! Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos que nos
dieron hoy, madre, Jaime, Camila.
-¡No! -dijo la
señora Wilkes-. No lo permitiré.
-Madre -dijo Camila,
mirando ansiosamente al barrendero.
El barrendero de
cara tiznada contemplaba a Camila, y su sonrisa era como una cimitarra en la
oscuridad.
-Madre -dijo
Camila-. Es un presentimiento. La luna me curará, sí, sí.
La madre suspiró.
-Éste no es mi día,
ni mi noche. Déjame besarte por última vez, entonces. Así.
Y la madre entró en
la casa.
El barrendero se
alejaba ahora, haciendo corteses reverencias.
-Toda la noche,
entonces, recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie la moleste hasta el
alba. Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mejor. Buenas noches.
El hollín se
desvaneció en el hollín; el hombre desapareció.
El señor Wilkes y
Jaime besaron la frente de Camila.
-Padre, Jaime -dijo
la joven-. No hay por qué preocuparse.
Camila quedó sola,
mirando fijamente a lo lejos.
Allá, en la
oscuridad, parecía que una sonrisa titilaba, se apagaba, y se encendía otra
vez, y luego se perdía en una esquina.
Camila aguardó a que
saliera la luna.
La noche en Londres,
voces soñolientas en las tabernas, portazos, despedidas de borrachos, tañidos
de relojes. Camila vio una gata que se deslizaba como una mujer envuelta en
pieles; vio una mujer que se deslizaba como una gata, sabias las dos,
silenciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba desde la
casa una voz:
-¿Estás bien, hija?
-Sí, padre.
-¿Camila?
-Madre, Jaime, estoy
muy bien.
Y al fin:
-Buenas noches.
-Buenas noches.
Se apagaron las
últimas luces. La ciudad dormía. La luna se asomó.
Y a medida que la
luna subía, los ojos de Camila se agrandaban y miraban las alamedas, los patios,
las calles, hasta que por fin, a media noche, la luna iluminó a Camila, y la
muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba antigua.
Un movimiento en la
oscuridad.
Camila aguzó el oído.
Una suave melodía
brotaba del aire.
Un hombre esperaba
en la calle sombría.
Camila contuvo el
aliento.
El hombre avanzó
hacia la luz de la luna, tañendo suavemente un laúd. Era un hombre bien
vestido, de rostro hermoso, y, al menos ahora, solemne.
-Un trovador -dijo
en voz alta Camila.
El hombre, con un
dedo sobre los labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo pronto junto al
lecho.
-¿Qué hace aquí,
señor, a estas horas? -preguntó la joven. No sabía por qué, pero no tenía
miedo.
-Un amigo me envió a
ayudarte.
El hombre rozó las
cuerdas del laúd, que canturrearon dulcemente. Era hermoso, en verdad, envuelto
en aquella luz de plata.
-Eso no puede ser
-dijo Camila-. Me dijeron que la luna me curaría.
-Y lo hará,
doncella.
-¿Qué canciones
canta usted?
-Canciones de noches
de primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu mal,
doncella?
-Si lo sabe…
-Ante todo, los
síntomas: fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego lento,
arranques de cólera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad luego de
beber agua de pozo, vértigos cuando te tocan así, nada más…
El hombre rozó la
muñeca de Camila, que cayó en un delicioso abandono.
-Depresiones,
arrebatos -prosiguió el hombre-. Sueños…
-¡Basta! -exclamó
Camila, fascinada-. Me conoce usted al dedillo. Nombre mi mal, ¡ahora!
-Lo haré -el hombre
apoyó los labios en la palma de la mano de Camila, y la joven se estremeció
violentamente-. Tu mal se llama Camila Wilkes.
-Qué extraño -Camila
tembló, y en los ojos le brilló un fuego de lilas-. ¿De modo que soy mi propia
dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.
-Lo siento, sí.
-Los brazos, las
piernas, arden con el calor del verano.
-Sí. Me queman los
dedos.
-Y ahora, el viento
nocturno, mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo juro!
-No dejaré que te
mueras -dijo el hombre en voz baja.
-¿Es usted doctor,
entonces?
-No, soy sólo tu médico, tu médico vulgar y común, como esa otra persona que hoy adivinó tu mal. La muchacha que iba a nombrarlo y se perdió en la multitud.
-Sí. Vi en sus ojos
que ella sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no tengo manta con qué
cubrirme.
-Déjame sitio, por
favor. Así. Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo. ¡Estoy todo
aquí!
-Pero, señor…
-Para sacarte el frío
de la noche, claro está.
-Oh, ¡si es como un
hogar! Pero señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?
La cabeza del hombre
se alzó rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la joven. En el rostro
del hombre resplandecían los ojos azules y cristalinos y la hendidura de marfil
de la sonrisa.
-Bueno, Bosco, por
supuesto -dijo.
-¡No es ése el
nombre de un santo?
-Dentro de una hora
me llamarás así, sin duda -acercó la cabeza. Y entonces, en el hollín de la
sombra, Camila, llorando de alegría, reconoció al barrendero.
-Oh, ¡el mundo da
vueltas! ¡Me siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá perdido!
-El remedio -dijo el
hombre-. Y el remedio es este…
En alguna parte, los
gallos cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó por encima de ellos
y golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna…
-Chist…
El alba. El señor y
la señora Wilkes bajaron en puntillas las escalera y espiaron la calle.
-Muerta de frío,
después de una noche terrible, ¡estoy segura!
-¡No, mujer, mira!
¡Vive! Tiene rosas en las mejillas. No, más que rosas. Duraznos, ¡cerezas!
Mírala cómo resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce Camila, viva y
hermosa, sana una vez más.
Padre y madre se
inclinaron junto al lecho de la joven dormida.
-Sonríe, está
soñando. ¿Qué dice?
-El remedio -suspiró
la joven-, el remedio soberano.
-¿Cómo, cómo?
La joven volvió a
sonreír, en sueños, con una blanca sonrisa.
-Un remedio
-murmuró-, ¡un remedio para la melancolía!
Camila abrió los
ojos.
-Oh, ¡madre! ¡Padre!
-¡Hija! ¡Niña! ¡Ven
arriba!
-No -Camila les tomó
las manos, tiernamente-. ¿Madre? ¿Padre?
-¿Sí?
-Nadie nos verá. El
sol asoma apenas. Por favor, bailemos juntos.
Resistiéndose, celebrando
no sabían qué, los padres bailaron.
Me parece genial la selección de cuentos de Ray Bradbury ; la verdad , que tiene tantos y tan buenos que no sabes con cual quedarte. Remedio para la melancólicos , es uno de los cuentos fantásticos y de personajes simples, donde juega la imaginación y la fantasía .... Camila está enferma y descubre que ella es su propia enfermedad, gracias al barrendero y santo Bosco que llega a la dulce profundidad de sus sentimientos en una noche de luna llena sanando su corazón... me enamoró ... Muchas gracias chicos !!!
ResponderEliminar¡Muchas gracias a vos! A lo mejor una de las misiones del arte sea precisamente enamorar. ¡Abrazo!
Eliminar