CRAINQUEBILLE (Anatole France, Francia 1844-1924)
I
CRAINQUEBILLE, ACUSADO
La majestad de la justicia reside por completo en cada sentencia decretada por el juez en nombre del pueblo soberano. Jerónimo Crainquebille, vendedor ambulante, sometido a la policía correccional por haber insultado a un agente del Orden público, averiguó cuán augusta es la ley. Desde el banquillo de los acusados, en la sala triste y magnífica, vio a los jueces, a los escribanos, a los abogados con sus togas, al ujier con su cadena, a los gendarmes, y detrás de una barandilla las cabezas descubiertas de los silenciosos espectadores. Viose a sí mismo sobre una tarima elevada, como si el solo hecho de aparecer delante de los jueces fuera para el acusado un funesto honor. En el testero de la sala, entre los dos asesores, hallábase el presidente Bourriche. Las palmas de oficial de Academia brillaban en su pecho. Un busto de la República y un crucifijo se alzaban sobre el pretorio, de manera que todas las leyes divinas y humanas estaban suspendidas sobre la cabeza de Crainquebille. Esto le horrorizó, y como carecía en absoluto de ideas filosóficas no se preguntó lo que significaban aquel busto y aquel crucifijo, ni tampoco trató de averiguar si estaban de acuerdo Jesús y la patria en el Palacio de Justicia. Era, sin embargo, un motivo de reflexión, porque la doctrina pontificia y el derecho canónico son contrarios en varios puntos a la Constitución de la República y al Código civil. No se sabe que las Decretales hayan sido abolidas. La Iglesia de Cristo enseña que solo son legítimos los poderes que ella ha conferido, y la República francesa tiene la pretensión de no someterse al poder pontificio. Crainquebille pudiera decir con algo de razón:
—Señores magistrados, el presidente Loubet no es un ungido; ese Cristo, colgado sobre vuestras cabezas, os recusa por boca de los Concilios y de los Papas. O está aquí para recordaros los derechos de la Iglesia, que anulan los vuestros, o su presencia no tiene ninguna significación razonable.
A Lo cual el presidente Bourriche quizá respondiera:
—Acusado Crainquebille, los reyes de Francia estuvieron siempre desavenidos con el Papa. Guillermo de Nogaret fue excomulgado, y no renunció por ello a su jerarquía. El Cristo del pretorio no es el Cristo de Gregorio Séptimo y de Bonifacio Octavo; puede ser el Cristo del Evangelio, que no sabía una palabra de derecho canónico y que jamás había oído hablar de las sagradas Decretales.
Entonces Crainquebille hubiera podido replicar:
—El Cristo del Evangelio era un demagogo. Por añadidura padeció un suplicio que, desde hace mil novecientos años, todos los pueblos cristianos consideran como un grave error judicial. ¡Veamos si el señor presidente se atreve a condenarme en nombre de Cristo, ni siquiera a cuarenta y ocho horas de cárcel!
Pero Crainquebille no se entregaba a ninguna reflexión histórica, política ni social. Estupefacto, concebía una idea muy elevada de la Justicia por la ostentación que la rodeaba. Profundamente respetuoso y dominado por el terror, hallábase dispuesto aceptar las opiniones de los jueces acerca de su culpabilidad. En conciencia no se consideraba culpable, pero comprendía muy bien lo poco que significa la conciencia de un verdulero ante los símbolos de la ley y ante los ministros de la vindicta pública. Ya su abogado le había convencido, a medias, de que no era inocente.
Una instrucción sumaria y rápida monumentalizó las culpas que pesaban sobre él.
II
LA AVENTURA DE CRAINQUEBILLE
Jerónimo Crainquebille, verdulero ambulante, recorría las calles de la ciudad con su carrito y voceaba: “¡Coles, nabos, zanahorias!” Cuando llevaba puerros, decía: “¡Manojos de espárragos!”, porque los puerros son los espárragos de los pobres. El 20 de octubre, a mediodía, bajaba por la calle de Montmartre; le salió al encuentro la mujer del zapatero Bayard y se acercó al carrito de las verduras, cogió desdeñosamente un manojo de puerros, y dijo:
—No valen gran cosa estos puerros. ¿A cómo es el manojo?
—A setenta y cinco céntimos señora. Son de los mejores.
—¿Sesenta y cinco céntimos tres puerros indecentes?
Y tiró el manojo dentro del carro a la vez que hacía un gesto despreciativo.
Entonces el guardia número 64 acercóse a Crainquebille, y le dijo:
—No se detenga.
Como desde cincuenta años antes Crainquebille andaba desde muy temprano hasta el anochecer, aquella orden le pareció legítima y respetable. Se dispuso a obedecerla, pero antes instó a su parroquiana para que comprase lo que fuera de su gusto.
—A condición de que yo misma he de elegir lo que compre —respondió alegremente la zapatera.
Y después de manosear los puerros y elegir el manojo que le pareció más grande, le oprimió contra su pecho, como las santas de los cuadros de iglesias oprimen la palma triunfal.
—Le daré setenta céntimos, y es muy bastante. No los tengo aquí; voy a buscarlos a la tienda.
Y abrazada a los puerros entró en la zapatería detrás de una mujer que llevaba un niño en los brazos.
En aquel momento el guardia número 64 dijo por segunda vez a Crainquebille:
—No está permitido pararse.
—Espero a que me paguen —respondió Crainquebille.
—Yo no le pregunto si espera o no a que le paguen; le digo que no está permitido pararse —replicó el guardia, con energía.
Entre tanto, la zapatera probaba unos zapatos azules a un niño de dieciocho meses, cuya madre tenía mucha prisa. Y las cabezas verdes de los puerros descansaban sobre el mostrador.
Durante medio siglo de vida laboriosa, empujando su carrito por las calles, Crainquebille aprendió a obedecer a los representantes de la autoridad. Pero en aquel caso le rodeaban circunstancias que ponían en contradicción su deber y su derecho. Falto de estudios jurídicos, érale imposible convencerse de que su derecho individual no le dispensaba de cumplir su deber social. Daba demasiada importancia a su derecho, que consistía en cobrar setenta céntimos, y no se preocupaba lo necesario de su deber, que le obligaba a empujar el carrito, sin detenerse, para no interceptar la vía pública.
No se movió.
Por tercera vez el guardia número 64, muy tranquilo y sin mostrar disgusto, le ordenó que siguiera adelante. Practicando un sistema contrario al del sargento Mountauciel, que amenaza sin cesar y no castiga nunca, el guardia número 64 es muy sobrio en sus advertencias y ejecutivo en sus denuncias. Tal es su genio, bastante socarrón y extremadamente reglamentario, con la fiereza de un tigre y la dulzura de un niño. Solo conoce sus deberes.
—¿No me oye que le digo que no se detenga?
A Crainquebille le retenía, inmóvil, allí una razón, a su juicio, demasiado importante para que no la creyera suficiente. La expuso con sencillez y sin artimañas:
—¡Rediez! ¿No le dije ya que solo espero a que me paguen?
El guardia número 64 limitóse a razonar:
—¿Quiere que le denuncie? Si tanto lo desea no tiene más que indicármelo.
Al oír aquellas palabras, Crainquebille encogióse lentamente de hombros y dirigió a su interlocutor una dolorosa mirada, que alzó al cielo, como si quisiera decir:
“Que Dios me juzgue. ¿Acaso desprecio las leyes? ¿Acaso me burlo de los decretos y de las ordenanzas que rigen mi condición ambulante? A las cinco de la mañana ya estaba yo en el mercado, y desde las siete cojo las varas de mi carrito, lo empujo y voceo “¡Coles, nabos, zanahorias!” Tengo sesenta años cumplidos; estoy fatigado, ¡y me preguntan si alzo la bandera negra de los sediciosos! Esto es mofarse de mi; esto me parece una burla muy cruel.”
Ya porque no interpretase la expresión de aquella mirada o ya porque no le pareciera en modo alguno excusable la desobediencia, el agente le preguntó con sequedad si le había comprendido.
Pero en aquel momento la aglomeración de vehículos era inmensa en la calle de Montmartre. Los coches de alquiler, los carromatos, los carros de mudanza, los ómnibus y los camiones apiñábanse y parecían indisolublemente unidos y enlazados. Entre su estremecedora inmovilidad se proferían interjecciones y juramentos. Los cocheros de punto cambiaban con los mozos de las carnicerías, a distancia y sin exaltarse, injurias heroicas; los conductores de los ómnibus reconocían en Crainquebille la causa de aquel embrollo, y le insultaban a gritos.
Entre tanto, los curiosos, apiñados en las aceras, deteníanse para presenciar la disputa. Y el guardia, sobre quien afluían todas las miradas como interrogaciones, quiso responder con un alarde de autoridad.
—Está bien —dijo.
Sacó del bolsillo un cuadernillo mugriento y un lápiz muy corto.
Crainquebille insistía en sus propósitos, obediente a una fuerza interior; por añadidura, ya no le hubiera sido posible avanzar ni retroceder, porque una rueda de su carrito estaba enganchada en el carro de un lechero.
Tiróse de los pelos por debajo de la gorra, y exclamó:
—Pero ¿no dije que solo espero que me paguen? ¿Es un crimen lo que hago aquí? ¡Tengo mala suerte! ¡Demonio! ¡Maldita sea la…!
Al oír aquellas frases airadas, hijas de la desesperación y libres de insolencia el guardia número 64 se creyó insultado. Y como para él todo insulto revestía necesariamente la forma tradicional, regular, consagrada, ritual, y por decirlo así claro, litúrgica, de “¡Tío sinvergüenza!”, en aquella forma recogió y concretó en su oído las palabras hipotéticas del delincuente.
—¡Ah!, con que me llama usted tío sinvergüenza. Está bien; sígame.
Crainquebille, en el exceso de su estupor y de su abatimiento, contemplaba con los ojos muy abiertos, abrasados por el sol, al guardia número 64, y con su voz cascada, que parecía brotar unas veces por encima de su cabeza y salir por debajo de sus talones, repetía, mientras cruzaba los brazos sobre su blusa azul:
—¿He dicho “tío sinvergüenza”? ¿Yo?... ¿Es posible?
Los dependientes de comercio y los muchachuelos de la calle acogieron aquella detención con una carcajada; satisfacía el gusto que a las muchedumbres proporcionan todos los espectáculos innobles y violentos. Pero un anciano taciturno, con levita y sombrero de copa, se abrió paso entre los que rodeaban a Crainquebille; acercóse al agente y le dijo con suavidad, con energía, en voz baja:
—Usted se ha equivocado; este hombre no le insultó.
—No intervenga usted en lo que no le importa —le respondió el guardia sin proferir ninguna amenaza, porque su interlocutor iba correctamente vestido.
El anciano insistía con tenacidad, sin perder la calma, y el agente le invitó a que fuese a explicarlo en la Comisaría.
Entre tanto, Crainquebille exclamaba:
—¿De modo que yo he dicho “tío sinvergüenza”? ¿Es posible?
Mientras pronunciaba aquellas palabras, la zapatera, señora Bayard, acercábase a él con los setenta céntimos en la mano; pero ya el guardia número 64 le tenía sujeto, y la señora Bayard, segura de que nada se le debe a un hombre detenido por la Policía, se guardó los setenta céntimos en el bolsillo del delantal.
Crainquebille vio de pronto su carrito abandonado, su libertad perdida, un abismo a sus pies, el sol entre nubes, y murmuró:
—Después de todo…
Ante el comisario, el taciturno testigo declaró que, detenido en su camino por una aglomeración de coches, había presenciado la escena; y afirmaba que el agente, solo por un error, pudo considerarse insultado.
Dijo su nombre y su profesión: David Matthieu, médico director del Hospital Ambrosio Paré, condecorado con la Legión de Honor.
Antiguamente, un testimonio de tanta consideración era bastante para convencer a un comisario; pero ahora entre los franceses habían llegado a inspirar desconfianza los hombres de ciencia.
Crainquebille, cuyo arresto fue elevado a prisión, estuvo toda la noche en el calabozo de la Comisaría, y a la mañana siguiente se lo llevaron en el coche celular.
La cárcel no le pareció dolorosa ni humillante; hasta la creía necesaria. Desde luego le sorprendió mucho la limpieza del suelo y de las paredes, y dijo:
—Es un local de veras limpio; tan limpio que se podrían comer sopas en el suelo.
Al poco rato se propuso cambiar de sitio el taburete, y al convencerse de que se hallaba sujeto a la pared, expresó en voz alta su sorpresa:
—¡Vaya una idea! Seguramente a mí no se me hubiera ocurrido esto.
Sentado, jugueteaba con los dedos pulgares, hacíalos girar uno sobre otro y quedóse como ensimismado en esta ocupación. El silencio y la soledad le anonadaban. Se aburría y pensaba con tristeza en su carrito abandonado y cargado de coles, de zanahorias, de apio y de cebolletas.
“¿Dónde habrán metido mi carrito?”, se preguntaba con ansiedad.
Al tercer día fue a visitarle su abogado, el señor Lemerle, uno de los más jóvenes y activos del foro de París. Era presidente de una de las secciones de la Liga de la Patria francesa.
Crainquebille trató de ponerle al corriente de su asunto, empresa para él bastante difícil, porque no tenía costumbre de hablar. Tal vez hubiera salido del apuro si le ofreciesen un poquito de apoyo; pero su abogado movía la cabeza con recelo a todo cuanto le oía, y mientras hojeaba unos papeles decía en voz baja:
—¡Hum, hum! No veo en el sumario nada de cuanto me dice.
Después, como si le fatigase todo aquello, se atusó el bigote rubio, y dijo:
—Acaso le tendría más cuenta confesar. Yo, por mi parte, opino que su sistema de negaciones rotundas es de lo más desastroso y contraproducente que existe.
Desde aquel momento. Crainquebille hubiera confesado todo lo confesable si hubiera tenido alguna confesión que hacer.
III
CRAINQUEBILLE ANTE LA JUSTICIA
El presidente Bourriche dedicó seis minutos muy cumplidos al interrogatorio de Crainquebille. Aquel interrogatorio hubiese dado alguna luz si el acusado supiera responder a las preguntas que le dirigieron; pero Crainquebille no tenía costumbre de discutir, y en presencia de los jueces el respeto y el temor le sellaban los labios.
Por esto guardó silencio, y, entre tanto, el presidente suponía y formulaba las respuestas, que resultaron abrumadoras. Por fin dedujo:
—Es indudable que reconoce usted haber dicho “tío sinvergüenza”.
—Yo solo dije “tío sinvergüenza” para explicarle al guardia que yo no le llamé “tío sinvergüenza” cuando lo dije.
Quería razonar de qué modo, asombrado por una imputación sin fundamento, había repetido las palabras que tan caprichosamente se le atribuyeron, a pesar de que no las pronunció en aquel instante ni con el propósito indicado en las diligencias. Cuando él dijo: “tío sinvergüenza lo dijo precisamente para sincerarse, como pudo acaso decir: “¿Yo insultar a un guardia? ¿Puede alguien suponerlo?”
El presidente Bourriche no lo comprendió así.
—¿Se obstina usted en que el guardia pronunció antes ese insulto?
Crainquebille no veía la manera de poner en claro sus pensamientos; consideraba muy difícil dar explicaciones.
—¿No insiste ya? Es lo mejor que puede hacer —adujo el presidente.
Y mandó que se presentasen los testigos.
El guardia número 64, llamado Martín Matra, después de jurar que diría la verdad y solamente la verdad, habló así:
—El día veinte de octubre, a las ocho de la mañana, estaba yo de servicio en la calle de Montmartre, y me chocó un individuo, con aspecto de vendedor ambulante, que tenía su carrito indebidamente parado frente al número trescientos veintiocho, con lo cual interceptaba la vía pública y fue causa de que se aglomerasen allí muchos coches.
“Le dije varias veces que siguiera su camino, y se negó a obedecerme. Cuando yo le advertí de que le denunciaría me llamó “tío sinvergüenza”, y esto me parece bastante injurioso.”
Aquella declaración enérgica y mesurada fue oída con evidente credulidad por los jueces. El defensor había citado a la señora Bayard, zapatera, y al doctor Matthieu, médico director del Hospital Ambrosio Paré, condecorado con la Legión de Honor. La señora Bayard no había visto ni oído nada; el doctor Matthieu se hallaba entre la muchedumbre reunida en torno cuando el guardia pretendía que se alejara el verdulero. Su declaración ocasionó un incidente.
—Yo presencié la escena —dijo— y pude cerciorarme de que el guardia se había equivocado; nadie le insultó. Acerquéme a él y se lo advertí. El guardia detuvo al verdulero y me invitó a seguirles a la Comisaría. En efecto: así lo hice y reiteré mi declaración ante el comisario.
—Puede usted sentarse —dijo el presidente—. Ujier, avise al guardia Matra.
—Matra, cuando procedió usted a la detención del acusado, ¿no le hizo observar el doctor Matthieu que había usted entendido mal?
—Estoy seguro, señor presidente, de que también me insultó.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo “tío sinvergüenza”.
Un rumor de risas se alzó en el auditorio.
—Puede usted retirarse —dijo el presidente con precipitación.
Y advirtió al público de que si continuaban aquellas indecorosas manifestaciones ordenaría que se desalojase la sala. Entre tanto, el defensor agitaba triunfalmente las mangas de la toga, y en aquel instante la opinión general daba por seguro que Crainquebille sería absuelto.
Ya restablecida la calma, el abogado defensor, señor Lemerle, se levantó. Empezaba su defensa con un elogio de los guardias de Orden público: “Esos humildes servidores de la sociedad que, mediante un salario insignificante, soportan fatigas, afrontan peligros y practican el heroísmo a todas horas, son viejos soldados, cuya misión prolonga sus afanes de soldados. ¡Soldados! He aquí la palabra que lo compendia todo…”
Y el señor Lemerle se remontó sin esfuerzo a elevadas consideraciones acerca de las virtudes militares. Dijo ser uno de los que “no consiente que se ataque al ejército, al ejército nacional, en cuyas filas milita, y por esta razón se siente orgulloso”.
El presidente inclinó la cabeza.
En efecto: el señor Lemerle era teniente de la reserva. También era candidato nacionalista en el barrio de las Vieilles-Haudriettes.
Prosiguió:
—No desconozco los servicios modestos y preciosos que prestan diariamente los guardias de Orden público a la honrada población de París, y no consentiría en tomar a mi cargo la defensa de Crainquebille si hubiese visto en él a un difamador del viejo soldado. Se acusa a mi cliente de haber dicho “tío sinvergüenza”.
”El sentido de la frase no es dudoso.
”¿Cómo la pronunció Crainquebille? ¿Estaba probado que la pronunció? Permítanme que lo dude, caballeros.
”No acuso al agente Matra de tener ningún propósito dañino; pero realiza, como ya lo indicamos, una tarea penosa, y a veces hállase fatigado, extenuado, abrumado. En tales condiciones puede ser víctima de una especie de alucinación del oído; y cuando nos dice, señores míos, que el doctor David Matthieu, condecorado con la Legión de Honor y médico director del Hospital Ambrosio Paré, un príncipe de la ciencia y un hombre correcto, le llamó también “tío sinvergüenza”, nos vemos obligados a reconocer que Matra padecía una obsesión, y si la frase no resulta impropia, diré que algo así como un delirio de persecuciones.
”Pero aun cuando Crainquebille hubiera gritado “tío sinvergüenza”, quedaría por averiguar si esa frase tiene en su boca un carácter delictivo. Crainquebille, hijo natural de una vendedora ambulante, víctima de la borrachera y de la sensualidad, es alcohólico de nacimiento.
”Ahí le tenéis embrutecido por sesenta años de miseria. Señores míos, la piedad y la justicia nos obligan a reconocer en ese infeliz a un irresponsable.”
El señor Lemerle volvió a sentarse, y el presidente Bourriche leyó entre dientes una sentencia, por la cual Jerónimo Crainquebille salía condenado a quince días de cárcel y a cincuenta francos de multa. El tribunal fundaba su fallo en la declaración del guardia Matra.
Cuando atravesaba los corredores, largos y oscuros del Palacio de Justicia, Crainquebille sintió una irreprimible ansia de afecto. Volvióse hacia el guardia que lo condujo y le llamó tres veces:
—¡Ay, Cipal! ¡Cipal!... ¡Cipal!...
Luego suspiró:
—¡Si hace quince días me hubiesen anunciado lo que tenía que sucederme, lo que me ha sucedido…!
Después hizo la siguiente reflexión:
—Los jueces y los abogados hablan muy de prisa. Todos hablan bien, pero hablan muy de prisa. No puede uno entenderse con ellos… Cipal, ¿no le parece a usted que hablan muy de prisa?
El soldado avanzaba sin contestar ni volver la cabeza.
Crainquebille le preguntó:
—¿Por qué no me responde?
Como el soldado seguía en silencio, Crainquebille le dijo con amargura:
—A los perros se les habla. ¿Por qué no habla usted conmigo? ¿Nunca despega usted sus labios? ¿No teme que se le pudra la lengua?
IV
APOLOGÍA DEL PRESIDENTE BOURRICHE
Algunos curiosos y dos o tres abogados salieron de la sala después de leída la sentencia y cuando ya el escribano presentaba otra causa. Los que salían no hicieron ninguna reflexión acerca del asunto Crainquebille, que no les había interesado y del cual ni se acordaban ya. Solo el señor Lermite, grabador al aguafuerte, que no frecuentaba las audiencias públicas del Palacio de Justicia y estuvo allí aquel día sin explicarse por qué, reflexionó acerca de lo que acaba de ver y de oír.
Puso una mano sobre el hombre de su compañero Aubarré, y le dijo:
—El presidente Bourriche puede mostrarse muy satisfecho por haber logrado en esta ocasión defenderse contra las vanas curiosidades del espíritu y prevenirse contra ese orgullo intelectual que pretende saberlo todo. Resuelto a examinar las contradictorias declaraciones del doctor David Matthieu y del guardia Matra, el juez hubiera tomada un camino que solo conduce a la duda y a la incertidumbre. El método, el examen de los hechos, conforme a las reglas del análisis, resulta incompatible con la buena administración de la justicia. Si el magistrado cometiese la imprudencia de seguir ese método, sus juicios dependerían de su sagacidad personal, que, a menudo, es minúscula, y de la inevitable fragilidad humana. ¿Cuál sería su autoridad? No puede negarse que el método histórico es en absoluto improcedente para proporcionarle cuantas certidumbres necesita. Basta recordar la aventura de Walter Raleigh.
”Un día que Walter Raleigh, encerrado en la torre de Londres, trabajaba, según su costumbre, en la segunda parte de su Historia del mundo, se produjo una querella al pie de su ventana. Entretúvose mirando a los contendientes, y cuando volvió a su tarea estaba seguro de haberlos observado muy bien. Pero al día siguiente, y al tratar de aquel asunto con uno de sus amigos, que no solo había presenciado la riña, sino que llegó a tomar parte en ella, vio desmentidas todas sus observaciones, y reflexionó acerca de lo difícil que debe ser cerciorarse de la verdad al referir acontecimientos lejanos, cuando es posible padecer tan manifiestas equivocaciones respecto a lo que ocurre muy cerca de nosotros. Entonces arrojó a las llamas el manuscrito de su historia.
”Si los jueces sintieran los mismos escrúpulos que sir Walter Raleigh, también arrojarían a las llamas todos los procesos, y al obrar así faltarían a su deber y renegarían de la justicia; esto sería, por su parte un crimen. Es necesario renunciar a saber, pero no se puede renunciar a juzgar. Los que desean que las sentencias de los tribunales estén fundadas en la investigación metódica de los hechos son unos sofistas peligrosos y unos pérfidos enemigos de la justicia militar y civil. El presidente Bourriche tiene un espíritu de sobra jurídico para pretender que autoricen sus fallos la razón y la ciencia, cuyas deducciones están sometidas a eternas disputas. Los funda en los dogmas y los basa en la tradición, de manera que sus juicios igualan en autoridad a los mandamientos de la Iglesia. Sus sentencias son canónicas; quiero decir que las extrae de un cierto número de cánones sagrados. Vea usted, por ejemplo, cómo clasifica los testimonios, no según los caracteres inciertos y engañosos de la verosimilitud y de la verdad humana, sino conforme a caracteres esenciales, permanentes y manifiestos. Los pesa con el peso de las armas. ¿Puede haber nada tan sencillo y tan prudente a la vez? Considera irrefutable la declaración de un guardia de Orden público, prescindiendo para ello de su flaqueza humana y considerándolo metafísicamente como a un número matriculado y conforme a los grados de la policía ideal. No es que juzgue a Matra (Martín), natural de Cinto-Monte (Córcega), incapaz de equivocarse; nunca pensó que Martín Matra estuviese dotado de un profundo espíritu de observación ni que aplicase al estudio de los hechos un método exacto y riguroso. A decir verdad, solo considera a Martín Matra como guardia número sesenta y cuatro.
”Un hombre es falible —reflexiona—. Pedro y Pablo pueden equivocarse; Descartes y Gassendi, Leibniz y Newton, Bichat y Claudio Bernard han podido equivocarse. Todos nos equivocamos a cada momento; las razones que nos inducen al error son innumerables; las percepciones de los sentidos y los juicios del entendimiento son fuentes de ilusión y causas de incertidumbre; no debemos fiarnos del testimonio de un hombre: Testis unus, testis nullus. Pero se puede confiar en un número. Martín Matra, de Cinto-Monte, es falible; pero el guardia número sesenta y cuatro, si prescindimos de su condición humana, no se equivoca; es una entidad, y en una entidad no hay nada de lo que turba, corrompe y engaña a los hombres. La cantidad es pura, inalterable y sin mezcla. Por esto, el tribunal no ha vacilado en rechazar el testimonio del doctor David Matthieu, que es un hombre para admitir el del guardia número sesenta y cuatro, que es una idea pura y como un rayo de Dios penetra en el estrado.
”Al proceder de tal modo, el presidente Bourriche se asegura una especie de infalibilidad, la única posible para un juez. Cuando el hombre que declara lleva un sable, es al sable a quien debe oírse y no al hombre. El hombre es propenso al error y puede engañarse; pero un sable se inclina siempre bajo lo justo. El presidente Bourriche ha interpretado muy bien el espíritu de las leyes. La sociedad se apoya en la fuerza, y la fuerza debe ser respetada como el fundamento augusto de las sociedades. La justicia es la administración de la fuerza. El presidente Bourriche sabe que el guardia número sesenta y cuatro es una partícula del Estado. El Estado reside en cada uno de sus servidores. Disminuir la autoridad del guardia número sesenta y cuatro es debilitar el Estado. Comer una de las hojas de la alcachofa, es comerse la alcachofa, como dice Bossuet en su lenguaje sublime (Política de la Sagrada Escritura, passim).
”Todas las espadas del Estado están vueltas hacia el mismo punto. Si se ponen unas frente a otras, se trastorna la República. Por esto el acusado Crainquebille fue justamente condenado a quince días de cárcel y a una multa de cincuenta francos, conforme a la declaración del guardia número sesenta y cuatro. Me parece oír explicar al presidente Bourriche las razones poderosas y bellas que inspiraron su sentencia. Me parece que dice:
”—He juzgado a ese individuo de acuerdo con el guardia número sesenta y cuatro, porque el guardia número sesenta y cuatro es la emanación de la fuerza pública. Y para comprender mi prudencia, para deducir lo absurdo que sería en mí hacer lo contrario, bastará imaginar lo que hice, puesto que si yo juzgara contra la fuerza, mis sentencias no serían ejecutadas. Observad que los jueces solo son obedecidos mientras la fuerza reside en ellos, y que, sin los gendarmes, el juez sería solo un iluso. Yo no puedo quitar la razón a un gendarme; por añadidura, el genio de las leyes se opone terminantemente. Si desarmásemos a los poderosos y armásemos a los débiles, alternaríamos el orden social que nuestra misión nos obliga a conservar. La justicia es la sanción de las injusticias establecidas. ¿Ha sido alguna vez opuesta a los conquistadores y contraria a los usurpadores? Cuando se alza un poder legítimo, para legitimarlo basta reconocerlo. Todo está en la forma; solo cabe entre el crimen y la inocencia una hoja de papel timbrado puesta de canto. Crainquebille hubiera sido absuelto si fuera el más fuerte. Si, después de gritar: “¡Tío sinvergüenza!”, hubiese conseguido que le nombraran emperador, dictador, presidente de la República o, por lo menos, concejal, estoy seguro de que no le condenara yo a quince días de cárcel y a cincuenta francos de multa; le hubiera absuelto libremente, puede usted creerlo.
”Sin duda expresaría sus ideas de este modo el presidente Bourriche que tiene una inteligencia jurídica, que sabe lo que un magistrado debe a la sociedad y defiende los principios con orden y método. La justicia es social, y solo espíritus perversos pretenden hacerla humana y sensible. Se administra con reglas fijas y no con estremecimientos musculares y resplandores de la imaginación. Sobre todo, no la exijáis que sea justa; no necesita serlo, puesto que es justicia, y hasta diré que la idea de una justicia justa solo ha podido nacer en la cabeza de un anarquizante. Cierto que el presidente Magnaud dicta sentencias razonables; pero se las casan, como debe ser.
”El verdadero juez pesa los testimonios con el peso de las armas. Lo vimos en el proceso de Crainquebille y en otros muchos procesos célebres.”
Así habló Juan Lermite, mientras recorría de un extremo a otro la sala de espera.
El señor Aubarré, que frecuentaba el Palacio de Justicia, le respondió, rascándose las narices:
—Si desea usted saber mi opinión, le diré que no supongo al presidente Bourriche remontado en alas de tan sutil metafísica. A mi juicio, admitió el testimonio del guardia número sesenta y cuatro como la expresión de la verdad, porque todos obran de una manera parecida. Debemos atribuir a la imitación el motivo de casi todas las acciones humanas. Ateniéndonos a la costumbre, pasaremos generalmente por hombres honrados, porque se llaman hombres honrados los que lo hacen todo lo mismo que los demás.
V
DE LA SUMISION DE CRAINQUEBILLE A LAS
LEYES DE LA REPÚBLICA
Nuevamente recluido en la cárcel, Crainquebille sentóse en el taburete de su celda, penetrado de asombro y de admiración, sin darse cuenta de que los jueces se equivocaban. El tribunal le había ocultado sus debilidades íntimas bajo la majestad de las formas. Ni siquiera podía suponer que sus razones fuesen las verdaderas en contra de los magistrados, cuyas razones no había comprendido. No podía concebir que algo claudicara en tan hermosa ceremonia, porque, ignorante de las pompas de la Iglesia y del Elíseo, que solo de nombre conocía, nunca vio nada tan grandioso como un juicio de policía correccional. Estaba seguro de no haber dicho: “¡Tío sinvergüenza!”, y el hecho de que le condenaran a quince días de cárcel por suponer que lo dijo, era para su imaginación un misterio augusto, uno de esos artículos de fe que los creyentes admiten sin comprenderlo; una revelación complicada, esplendorosa, dulce y terrible.
Aquel pobre viejo se reconocía culpable de haber ofendido místicamente al guardia número 64, como el niño que asiste al catecismo se reconoce culpable del pecado de Eva. En su sentencia le acusaban de haber dicho: “¡Tío sinvergüenza!” Luego era indudable que lo dijo de un modo misterioso y para él ignorado. Transportábase a un mundo sobrenatural. Su sentencia era su apocalipsis.
Si no tenía una idea muy clara de su delincuencia, la tenía mucho menos clara del castigo. Su condena le había hecho el efecto de un acto solemne, ritual y superior, de “algo” esplendoroso que no se comprende, que no se discute, y de lo cual no debía lamentarse ni vanagloriarse. Si en aquel momento hubiera visto caer del techo al presidente Bourriche con una aureola en la frente y con alas, no le hubiera sorprendido aquella nueva manifestación de la gloria judicial; entonces solo hubiera pensado tal vez “¡Caramba, continúa mi asunto!”
Al día siguiente su abogado fue a visitarle.
—¡Bravo, buen hombre! ¡No salió mal del todo! ¡Ánimo! Dos semanas se pasan enseguida. No podemos quejarnos.
—Sí; es verdad que los jueces se mostraron muy suaves y muy correctos. ¡Ni una frase insultante! Nunca lo hubiera creído. Y el municipal se había puesto guantes blancos. ¿No lo ha reparado usted?
—Visto ya el pro y el contra, resulta indudable que hicimos bien en confesar.
—Es posible.
—Crainquebille, tengo una buena noticia que darle. Una persona caritativa a quien he interesado por usted, me entregó cincuenta francos; los dedicaremos a pagar la multa que le han impuesto.
—Entonces, ¿cuándo me entregará usted los cincuenta francos?
—Los entregaré en la escribanía. No se preocupe.
—Lo mismo da. Sea como sea, dé las gracias en mi nombre a esa persona caritativa.
Y Crainquebille, pensativo, murmuró:
—Lo que me sucede no se repite con frecuencia.
—Está usted equivocado, Crainquebille.
—¿Podría usted decirme dónde guardan mi carrito?
VI
CRAINQUEBILLE, ANTE LA OPINIÓN PÚBLICA
Crainquebille salió de la cárcel, y al empujar su carrito por la calle de Montmartre voceaba: “¡Coles, nabos, zanahorias!” No supo mostrarse orgulloso ni avergonzarse de su aventura; no conservó un recuerdo aflictivo. En su tosca inteligencia, todo aquello era como un espectáculo, como un viaje, como un sueño. Le agradaba pisar lodo por las calles de la ciudad y ver sobre su cabeza una faja de cielo plomizo, lluvioso, tan sucio como la calle; el cielo de su país. Se detenía en todas las tabernas para beber un trago, y después, alegre y libre, satisfecho, escupía en sus manos callosas para lubricar la piel, y empuñaba de nuevo las varas, empujando el carrito, mientras que a su paso los gorriones, madrugadores y pobres como él, buscaban, como él su alimento en la calle, y huían en bandadas al grito familiar de “¡Coles, nabos y zanahorias!” Una vieja curiosa se le acercó y le dijo, mientras manoseaba el apio:
—¿Qué le ha sucedido, señor Crainquebille? Hace ya tres semanas que no se le ve por aquí. Le encuentro un poco pálido. ¿Ha estado usted enfermo?
—Verá usted, señora Mailloche: he vivido sin trabajar, como los ricos.
Nada ha cambiado en su vida; pero se mete en la taberna más a menudo que de costumbre, porque supone que ha de celebrar algo y que hizo amistad con personas caritativas.
Vuelve alegre a su desván. Tendido en el jergón, se arrebuja entre los sacos de harpillera que le ha prestado el vendedor de castañas de la esquina, y reflexiona: “No hay motivo para quejarme de la cárcel; allí hay de todo. Sin embargo, me parece que un hombre está mejor en su casa.”
Su contento duró poco; pronto pudo notar que sus parroquianos le volvían la espalda.
—¿Quiere un apio muy bueno, señora Cointreau?
—No necesito nada.
—¿Cómo que no necesita nada? Me figuro que no se alimentará usted del aire.
Y la señora Cointreau, sin responderle, entra con mucha dignidad en la panadería, cuyo despacho regatea. Las tenderas y las porteras, poco antes asiduas en torno del carrito verde y florido, se apartan ya de él. Cuando llega frente a la zapatería del Angel de la Guarda, en donde tuvieron principio sus aventuras judiciales; grita:
—¡Señora Bayard, señora Bayard! Aún me debe usted setenta y cinco céntimos.
Pero la señora Bayard, que se apoya en el mostrador, no se digna volver la cabeza.
Toda la calle de Montmartre sabe que Crainquebille acababa de salir de la prisión, y en toda la calle de Montmartre nadie le reconoce. La noticia de su condena se había extendido por todo el barrio, y llegó hasta la esquina de la calle de Richer. Allí, a eso de las doce, Crainquebille, ve a la señora Laura, su constante y bondadosa parroquiana, inclinada sobre el carro del joven Sebastián. Tantea un repollo. Sus cabellos brillan al sol como abundantes hebras de oro ensortijadas. Y el joven Sebastián, un insignificante, un indecente, la jura con la mano puesta sobre el corazón que no hay mejor mercancía que la suya. Aquel espectáculo destroza el alma de Crainquebille. Empuja su carro para que tropiece con el del joven Sebastián, y dice a la señora Laura, lastimado y dolorido:
—¡Parece mentira que me abandonen así!
La señora Laura, como ella misma lo reconoce, no es una duquesa. No se ha formado una idea de la prevención y de la cárcel entre una sociedad muy distinguida; pero se puede ser honrada en todos los oficios, ¿no es cierto? Todos tenemos nuestro amor propio, y a nadie le gusta tratar con un individuo que sale de la cárcel; por esto responde a Crainquebille con un gesto de repugnancia. El viejo vendedor ambulante siente la afrenta, y ruge:
—¡Anda, so lagartona!
La señora Laura, suelta su verde repollo, y grita:
—¡Largo de ahí, viejo carcamal! ¡Ayer salió de la cárcel y se permite ya proferir insultos contra las gentes!
Crainquebille, en circunstancias normales, jamás hubiera reprochado a la señora Laura su condición. Sabía muy bien que no siempre se hace en el mundo lo que se desea, que no se escoge el oficio, y que en todos los estados hay buenas almas. Solía desconocer, prudentemente, las acciones de sus parroquianas, sin despreciar a ninguna. Tres veces llamó a la señora Laura “lagartona, pécora, desharrapada”. Un grupo de curiosos agolpóse en torno de la señora Laura y de Crainquebille, que se arrojaron a la cara muchos improperios más, y que hubieran seguido injuriándose largo rato si un agente que apareció de pronto, inmóvil y mudo, no les hubiera comunicado su silencio y su inmovilidad. Se separaron; pero aquella escena acabó de desacreditar a Crainquebille en la opinión del barrio de Montmartre y de la calle Richer.
VII
LAS CONSECUENCIAS
El pobre viejo seguía su camino y murmuraba:
—Es una lagartona; no hay mujer más lagartona en el barrio.
Pero en el fondo de su alma no era esto un reproche; no la despreció nunca por ser como era; más bien la estimó porque la creía ahorradora y ordenada. En otro tiempo charlaban los dos con mucho gusto; ella le refería suceso de sus padres, humildes campesinos, él, como ella, manifestaba también deseos de cultivar un huertecillo y criar gallinas. Era una excelente parroquiana. Por esto, al verla comprar un repollo al joven Sebastián, a ese indecente, le había dado un vuelco el corazón; y al advertir que fingía desprecierle se le subió la sangre a la cabeza.
Lo peor era que los demás también le trataban como a un tiñoso. Nadie quería reconocerle. Lo mismo que la señora Laura, la señora Cointreau, la panadera y la señora Bayard, del Angel de la Guarda, le despreciaban y le rechazaban. ¡Toda la sociedad!
Es decir, que por haber estado en la cárcel un par de semanas, ya no servía siquiera para vender puerros. ¿Hay justicia en esto? ¿Es posible que se deje morir de hambre a un honrado viejo, porque tuvo una disputa con un guardia de Orden público? Si no le consen-tían que vendiera verduras, le condenaban a morirse de hambre.
Crainquebille se agriaba, como el vino mal envasado. Después de haber tenido “algunas palabras” con la señora Laura, discutía con todo el mundo. Por lo más leve les decía cuatro descaros a las compradoras. Cuando sobaban mucho la mercancía las llamaba sencillamente reparonas y cicateras; en la taberna peleábase con todos los compañeros. Su amigo el vendedor de castañas no le reconocía; Crainquebille se transformaba; era ya una especie de puerco espín. No puede negarse que se volvía incongruente, trasnochador, borracho y crapuloso. Como juzgaba imperfecta la sociedad y tenía menos recursos que un profesor de la Escuela de Ciencias Morales y Políticas para expresar sus ideas acerca de los vicios del sistema y de las reformas necesarias, protestaba de aquel modo; sus pensamientos no se desarrollaban en su cerebro con orden y medida.
La desgracia le hizo injusto; vengábase en aquellos que nunca le desearon ningún mal, y con frecuencia en seres más débiles que él. Una vez dio un bofetón al hijo del tabernero por haberle preguntado si se vivía con holgura en la cárcel, y añadió:
—¡Canalla! Tu padre sí que debiera estar en la cárcel, porque nos vende venenos para enriquecerse.
Aquel acto y estas palabras no le honraron, pues como el castañero se lo demostró justamente, no se debe pegar a un niño, ni hablar mal de sus padres, porque nadie ha elegido a sus padres.
Dedicóse a beber, y cuanto menos dinero ganaba más aguardiente bebía. Ahorrador y sobrio en otro tiempo, a él mismo le maravillaba el cambio.
“Nunca fui derrochador —se decía—. Es posible que al envejecer se vuelvan los hombres menos razonables.”
A veces juzgaba severamente su mala conducta y su pereza:
“Mi buen Crainquebille, ya solo sirves para empinar el codo.”
Otras veces se engañaba a sí mismo, persuadiéndose de que be-bía por necesidad.
“Es preciso que de cuando en cuando beba un trago de vino para tomar fuerzas y refrescarme. Seguramente algo me abrasa por dentro, y la bebida me refresca.”
Con frecuencia llegaba tarde al mercado y solo podía comprar, si se las fiaban, hortalizas mustias.
Al sentir una vez que le flojeaban las piernas y que se le oprimía el corazón, dejó su carro en la cochera y pasó todo el santo día de Dios dando vueltas en torno del puesto de Rosa, la mondonguera, y de todos los puestos del mercado. Por la noche, sentado sobre un canasto, se dio cuenta de su abatimiento.
Recordó su esfuerzo varonil y sus antiguos trabajos, sus enormes fatigas y sus ganancias, sus días innumerables, monótonos y laboriosos; sus paseos de noche en espera de la hora en que abren el mercado; las verduras cogidas a brazados y dispuestas con arte en el carrito; el café caliente de la tía Teodora bebido a escape y en pie, sin soltar siquiera una de las varas; su voceo agudo como el canto de un gallo, que desgarraba el aire matinal; su caminata por las calles populosas; su vida inocente de rucio humano, que durante medio siglo llevó en su comercio ambulante a los ciudadanos, abrasados por el insomnio y las preocupaciones, la cosecha lozana de los huertos.
Movió la cabeza, y dijo:
—¡No! No tengo las fuerzas que tenía. Estoy desfallecido. Tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe. Y desde aquel altercado con la Justicia mi carácter se agrió. No soy el que fui, ¡vaya!
Sentíase abrumado e impotente. Cuando llega un hombre a semejante situación es un caído incapaz de levantarse. Todos los que pasan le pisotean.
VII
LAS ÚLTIMAS CONSECUENCIAS
Llegó la miseria, la triste miseria. El viejo vendedor ambulante que en otro tiempo recaudaba en el barrio de Montmartre muchas monedas de cinco francos, ya no tenía un céntimo. Era un invierno.
Arrojado de su desván, durmió bajo los carros en un cobertizo. Llovió durante veinticuatro días; los canalones se desbordaron y el cobertizo se inundó.
Acurrucado en su carrito sobre las aguas mortíferas, entre arañas, ratas y gatos hambrientos, en la oscuridad, meditó.
Llevaba muchas horas sin comer, sin otro abrigo que los sacos del vendedor de castañas, y recordó los quince días pasados en la cárcel, donde la Justicia le dio cama y alimento. Envidió la fortuna de los encarcelados, que no padecen frío ni hambre, y tuvo una idea:
“Pues que ya conozco el recurso, ¿por qué no emplearlo?”
Se levantó y salió a la calle. Serían las diez. La noche estaba desapacible y tristona. Invadía el espacio una niebla más penetrante y más fría que la lluvia. Algunos transeúntes circulaban, arrimados a la pared.
Crainquebille pasó junto a la iglesia de San Eustaquio y se metió por una solitaria calle de Montmartre. Un guardia de Orden público estaba plantado en la acera, a la sombra de la iglesia, bajo un farol; veíase caer en torno de la luz una lluvia rojiza que el guardia recibía impasible sobre el capuchón; su aspecto era lastimoso, pero, ya porque prefiriese la luz a la oscuridad o porque se sintiera cansado de andar, permanecía bajo aquel farol, que tal vez juzgaba como un compañero, como un amigo. Aquella temblorosa luz era su distracción única en la noche triste. La inmovilidad de aquel hombre no parecía del todo humana; el reflejo de sus botas en la acera mojada, semejante a un lago, prolongaba su figura y le daba, desde lejos, las apariencias de un monstruo anfibio sumergido por la mitad en el agua. Más de cerca ofrecía, con su capuchón y su sable, cierto aspecto monacal y militar. Los duros rasgos de su rostro, agrandados por la sombra que proyectaba el capuchón, se mostraban resignados, y macilentos. Era su bigote muy poblado, corto y gris.
Crainquebille acercóse humildemente a él, y con voz débil, temblorosa, le dijo:
—¡Tío sinvergüenza!
Luego esperó el consabido efecto de aquella frase; pero no fue tomada en consideración.
El guardia continuó inmóvil y mudo, con los brazos cruzados bajo la esclavina impermeable. Sus ojos, muy abiertos, brillantes en la oscuridad, contemplaban a Crainquebille con tristeza, vigilancia y desprecio.
Crainquebille, extrañado, pero decidido aún, balbució:
—¡Tío sinvergüenza! Le llamo ¡tío sinvergüenza!
Hubo un momento de silencio; caía la lluvia fina y roja y rei-naba una oscuridad glacial. Por fin habló el guardia.
—No debe usted decir eso… No debe usted decir palabrotas. A su edad es necesario tener más prudencia… Siga su camino.
—¿Por qué no me detiene usted? —preguntó Crainquebille.
El guardia movió la cabeza, bajó su capuchón humedecido, y respondió:
—Si tuviéramos que detener a todos los vagabundos que dicen lo que no deben decir, sería cuento de no acabar… ¿y de qué serviría?
Crainquebille, anonadado por aquel desprecio magnífico, permaneció mucho rato atónito y mudo, con los pies en el agua; y antes de irse quiso dar una explicación:
—Realmente no es a usted a quien he llamado “tío sinvergüenza”. Lo dije con otras miras. Mi propósito no era insultarle.
El guardia respondió con austera dulzura:
—Sea cual fuere su propósito, no debe usted decirlo; cuando un hombre, para cumplir con su deber sufre tantas fatigas, no merece que le insulten con palabras fútiles… Le ruego que siga su camino…
Crainquebille bajó la cabeza, dejó los brazos caídos, inmóviles, y desapareció bajo la lluvia en la oscuridad silenciosa.
FIN
“Espacio de Lectura” por Gonzalo Aciar y Guillermina Luján.
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