EL NEGRO CIRIÁTICO (Juan Draghi Lucero, Santa Fe 1895 - Mendoza 1994)
Nunca he podido tomar en serio y, por el contrario, siempre he despreciado los cuentos y toda literatura barata que trata de equívocos pueriles, que cifra todo un argumento aparentemente serio en la simple equivocación de un vocablo, o, por simular haber oído mal una frase. ¡Y pensar que hay piezas teatrales y hasta libros escritos para especular en esas tontas y estúpidas situaciones!
Quizá por esto mismo fui castigado duramente por el equívoco.
El hecho ocurrió así: en mi afán por averiguar casos y cosas de gente nativa, hablaba con don Goyo, criollazo del Barreal de Calingasta. Yo quería saber qué restaba de subyacente del mestizo en sus pensamientos. Por cierto que fracasaba siempre, ya que don Goyo hablaba de todo, menos de lo que a mí me interesaba. Se me escurría en pintarme sus luchas con el medio hostil, sus peleas con otros peones de la vecindad. Casi sospeché que el seso de don Gregorio trabucaba todo pensamiento. Para mi desdicha tardé mucho en caer a esta cuenta. Lo tomé a este nativo demasiado en serio; ésta fue la causa de cometer yerros que me costaron tiempo y las más disparatadas andanzas… Un día, don Goyo, mientras adoptaba un triste modito, me pidió encarecidamente que le consiguiera su libreta de enrolamiento, porque…
-¿La perdió en el boliche, don Goyo?
-¡Qué boliche! Usted cree que yo siempre me emborracho.
-No tanto, pero algunas veces lo he visto algo…
-Entonces, porque soy un pobre criollo, ¿no puedo divertirme alguna vez?
-Sí, pero no llegar al extremo de perder la libreta de enrolamiento. ¿Y si lo caza la policía sin ese documento de identidad?
Don Goyo espesó sus tristezas. Lo vi como a hombre perseguido y él, ausentándose a sus penosas lejanías, se dejó decir:
-A mí me la quitaron… Me la sacaron de mal modo.
-¿Y quién le quitó su libreta, Don Goyo?
-¡¡El Negro Ciriático…!!
Recibí el impacto en pleno pecho. Don Goyo, a quien observé disimuladamente, se había concentrado y hablaba “con la voz del alma”. Sí, este moreno entre mestizo y criollo se quejaba tan profundamente, que yo me sentí conllevado por su arrastradora pena. Chupaba su cigarrito con furia, como consolándose de una tremenda injusticia, como si su vida toda ¡tan llena de tristezas! se ahondase en la injusticia cometida por el negro tirano, avasallador.
Yo, que me tengo por ducho en sacar reconditeces a la gente nativa, guardé celado silencio para no estropear una dolorosa confesión del amigazo Goyo… Pero él se refugió en tan entristecido callar, que se ausentó a las lejanías remotas y tan realmente se “fue” que yo me sentí embargado y silencié mi curiosidad.
Conozco a este elemento humano. Soy folklorista, o pretendo serlo, y medio historiador, y creo saber, mejor que muchos, cómo se debe proceder en estos casos. Cuando un campesino comienza a ponerse tristón y muy concentrado, hay que dejarlo que dispare para el lugar de su querencia espiritual… Uno, el folklorólogo, debe seguirlo de cerquita sin darle alce ni propasarse a manosearlo. Se debe galoparle al lado, como a vacuno semicimarrón, sin ladearlo ni perderlo de vista. Él, solito, va descubriendo los caudales que uno persigue y que los taparía si se le preguntase golosamente por ellos. Para sonsacar al criollo y más al mestizo, se debe encarar una conversación así, como al acaso, y si el presunto informante es arisco, debe uno mismo contarle un cuento, un chascarro, un caso, una adivinanza o largarle una tonada. ¡Si sabré yo de estos lances!… Campesinos más que huraños, me han recibido en la punta de la lanza en cuanto me les he allegado, pero he sabido domarlos. Se comienza haciéndose el sonso y palanganiando sobre la chancha con chancletas o del Diablo que perdió el poncho, y con estos piales como al descuido se ve llegar el punto y el momento en que el desganado oyente se va interesando. En una palabra he sabido y sé, y de esto me enorgullezco, cómo hacer picar al peje de la laguna criolla. No proceda, don, como algunos folkloristas periodistas porteños que llegan a estas tierras con los minutos contados y con fiebres de la calle Florida. No bien bajan del automóvil, les caen a los viejos que por la facha aparentan resguardar caudales tradicionales. Los abordan abruptamente con un “¡Amigo!, ¿qué sabe usted del folklore?”. El criollazo los mira como quien ve a un vendedor de embrollos o a un procurador pleitista, y les contesta con agestado silenciar. “Amigazo, le repite el apresurado folklo-periodista, ¿quiere cantarme una tonada cuyana, de las más antiguas?”. El viejo criollo revuelve los ojos, escupe con pucho y todo y medio contesta: “¿Se ha creído usté que yo canto porque me manden y que no tengo nada que hacer en mi casa? Si quiere oír tonadas ¡váyase a…! los ramadones y boliches, que allá se las cantarán con cogollo y todo”. “¿Y un cuento, de esos que contaban los antiguos al lado del fogón?”. “Si quiere oír cuentos, ¡váyase a…! donde los cuentan los cuenteros, ¡y no me amoleste más, porque yo vivo de mi trabajo honrao, de de cuentos ni de güeviar con forasteros!” “Amigo”, he intervenido yo ante el visitante folklo-periodista. “Este criollazo asienta en la razón. ¿Qué diría usted si él llegara a la redacción donde usted trabaja y se le descolgara con un: -Oiga, don, ¿qué me cuenta del último negociado de…?, o ¿Qué nuevas embrollas andan por el mundo para que usted le saque el jugo con su pluma vendida? Usted, ¡estoy seguro!, despacharía al mal entrazado pajuerano con palabras resquemantes. Entonces, comprenda al nativo en su proceder huraño: él solo espera enredos y arterías del pueblero bien vestido. Sabe que los abogaduchos y avenegras se le acercan para notificarle demandas o para incitarlo a pleitear… No olvide que sus recuerdos de tradiciones son para ser contados a altas hora de la noche y en rueda amistosa de hombres de la misma laya, nunca ante entrometidos sospechosos que vienen a escarbar en vidas ajenas. Para sonsacar a un campesino hay que tener finísimo tacto y tiempo de sobra. Mi sistema consiste en entretener caudales de paciencia y encaminarlo disimuladamente a la tentación de hablar, de seguir hablando, precisamente de cosas viejas, oídas a sus mayores o vistas por él en sus mocedades. Para conseguir ubicarme en la medida de nuestro folk10 les digo que creo en las brujas; que al enfermarme voy a ver a los curanderos y que el más mentado, el del callejón tal, me curó de un “daño” que me hicieron con una copita de aguardiente, en una parranda… Que vez pasada, yendo por un campo solitario y pasada la medianoche, oí unas risadas que pasaban por las alturas y que yo sabía quiénes eran “ésas”, porque había una Salamanca no muy lejos… Así, de esta manera, don, y con la ayudita de una media damajuana de vino, consigo cuentos, tonadas, chascarros, adivinanzas y relaciones de hechos vistos y oídos…”.
Nos separamos con don Goyo; él, triste, lejano, concentrado en amarguras sin paraderos, y yo con espina en mis pensares. Me propuse investigar las hazañas del tal Negro y esperar mejor ocasión para abordar a don Goyo, también con auxilio del vinito, porque este criollazo es de los que se apean al lado de la damajuana y no la sueltan hasta no verle el fondo.
Me di a buscar al Negro Ciriático, primero por la vecindad y luego en agrandados radios. Yo sé que nos quedan algunos negros despintados por nuestros barrios de extramuros, pero son rarones y francamente, nunca oí decir de alguno que tuviera “el vicio” de arrebatarles la libreta de enrolamiento a los pobres criollos. Ese recurso solo lo emplean ciertos politiqueros en vísperas eleccionarias, pero aún esa viveza ya es poco usada porque, ¡hay que ver cómo chillan las “víctimas”! Gritan y elevan sus clamores al cielo por votar por “su candidato”, uno por el blanco y el otro por el azul, sin caer en la cuenta que si el Negro Ciriático les hubiera robado su documento habilitante, se evitarían de arrepentimiento tardíos al comprobar que tanto el azulino como el blancuzco ¡son igualitos en las mañas! Bueno, pero éste no es el caso. La cuestión era buscar al Negro ese… Ocurrí a la Policía Central. Hay allí un amigote que sabe muchas cosas que colindan con el folklore político. Me miró el policía y después de ahondarse en introspecciones, me dijo:
-Supo existir, un negro de mala traza, por allá, por el barrio del Zanjón, ¡que era de uña para apropiarse de cosas ajenas!, pero nunca supe que garreara libretas de enrolamiento. Le echaba la garra a cuanta cosa pudiera vender a los reducidores, pero, ¡enrolos!… ¿Pa qué Diablos?
-Yo –le informé casi secretamente y con acento emocionado- sé de negros como pocos: veinticinco años de hurgueteo en los archivos históricos me han dado un material que ya quisieran muchos historiadores para llenar carillas con negras novedades.
-Bueno –me interrumpió el policía-, ¿y qué se han hecho esos negros?
Lo apabullé fácilmente. -¿Qué se han hecho? ¡Pregúnteselo a las luchas de la emancipación y luego a las luchas caudillistas!
-De todas maneras –la siguió el veterano sabueso- yo revisaré el fichero de Investigaciones y veremos qué sale, pero no se me viene a la memoria que haya negros maleantes.
Meditando ya de noche, ya de día, me di en pensar que quizá quedara algún negro escondido, ¡y tan escondido!, que ni la policía ni nadie supiera de su existencia. Y repasé mis copias documentales. Según ellas, los últimos negros esclavos de Mendoza fueron vendidos a mediados del siglo XIX. Lo cierto es que la esclavitud, ya en forma disimulada, siguió hasta el gran terremoto del 20 de marzo de 1861. De todas maneras, estas son fechas tan lejanas que dificulto que hayan quedado negros de aquellos tiempos. Sabido es que, por una u otra causa, ¡se acabaron los negros! Y tanto, que de encontrarse alguno para muestra, se trataría de un turista de los Estados Unidos, del Brasil o del África. Entonces, ¿de dónde diablos salió este Negro? ¿Y por qué tenía que atacarlo a don Goyo y arrebatarle su libreta cívica? Decidí proseguir mis investigaciones, pero ya en un radio más reducido. Comencé por averiguar de negros al más viejón de los vecinos de mi chacra, donde vivo. ¿Negros? –me respondió alarmadísimo don Santos Gallardo-. ¿Negro? ¡Aguárdese! Conocí a uno y de los más cimarrones, por allí, no más, en el bajo del Zanjón. Nunca supe más nada de él aunque di parte a la policía, pero ya sabe usted que la policía y la carabina de Ambrosio… ¿Negros? Se me hace que me acuerdo de uno de malas mentas, pero, para salir de dudas, vamos a lo de mi comadre Ulogia. Ella nos pondrá en buen camino, porque, ¿sabe usted? ¡Ella tiene una gota de sangre negra! con ser tan buena como es. –Y nos fuimos a lo de la comadre. La encontramos al lado de la batea a la pobre y en cuanto la vi, pensé que su cuota de sangre negra era muy multiplicada. Negrita era la pobre y bien cuarterona. Nos recibió con el alma en las manos; estiró hacia su compadre sus sarmentosos brazos y mucho que se palmearon. Nos hizo sentar y ya se apareció con el bien cebado mate y unas semitas sabrosas…
-¿Negros por aquí? No, mi compadre. Solamente tuve conocencia de uno que murió aura años.
-¿Está bien segura que murió? –la interrumpí.
-Bueno; yo no lo vide morir y menos enterrar; pero la gente de la vecindad dijo tener conocencia de su muerte. Lo enterraron, asigún creo, en el cementerio de las de Gómez.
-A lo mejor no ha muerto –porfié yo- ¡y sigue viviendo!
-Muy viejito lo alcanzarían estos días –contestó muy pensativa doña Ulogia- puesto que, según cuentas que estoy sacando tendría, para treinta años atrás que murió, sus 90 añitos…
-Hay negros de mucha vida y fuerza –insistí en mis porfías-. Un negro de 120 años no me causaría asombro y menos que fuera capaz de robar libretas de enrolamiento.
-¡Jesús, por Dios! Hay cristianos pícaros y, ¡todavía que sea negro! –dijo doña Ulogia, doblemente sentida.
-Como usted ve, señor, ¡ya no nos quedan negros! –remató don Santos.
-Eso creen casi todos –argüí yo tozudamente-, pero sé de uno que arrebata documentos personales.
-¡Y que todavía sean negros! –seguía doña Ulogia, doliéndose porque medio, medio tocaba a su raza.
Nos fuimos. Yo quedé rematadamente disgustado. Era evidente que el tal Negro Ciriático sabía esconderse y burlar a la policía y aun a todo un vecindario. Me encerré a pensar junto a mis documentos. Medité profundamente. –Es seguro –musitaba en mi meditar- que un negro ha logrado salirse de la tiranía de los años y, símbolo del sufrimiento del esclavo, sigue alentando vida para vengar a sus hermanos encadenados… Quizá tenga su guarida por estas cercanías y salga de cuando en cuando a dañar en alguna forma a los blancos tiranos. Todo por ancestrales resentimientos, ya que soportaron grillos y cadenas y fueron azotados y vendidos en pública subasta…
Seguí andando por los devorados caminos que conducían al negro, el que, desde los primeros tiempos de la Colonia, trabajó encadenado y con las espaldas llagadas a latigazos… Y seguía por un camino largo, tortuoso, condoliéndome del negro hasta que, de repente, se me quiso dibujar la figura nada simpática y sí temible del Negro Ciriático.
Y me fui a la casa de don Goyo con una damajuanita de vino blanco.
Lo encontré afilando un cuchillo en un resto de molejón. –Seguramente –pensé- es para defenderse del negro asaltante.
-Don Goyo –le dije a modo de saludo-, hoy quiero charlar con usted. Le traigo este blanquito casero, que es de los mejores.
-¡Ay! –se quejó don Goyo-. Yo lo tomaría con gusto, pero no se olvide del Negro Ciriático…
-Aquí no va a venir a quitarle nada –le aseguré, haciéndome el valiente-. Yo estaré a su lado y no dejaré entrar a nadie aquí.
-Es que, vea lo que son las cosas… Los mismos que me acompañaban me llevaron hasta lo del Negro Ciriático, vez pasada.
-¡Así que ese Negro sinvergüenza se hace llevar las víctimas a su misma casa! –me dije enfurecido. Invité con el gesto a don Goyo a seguir con la relación.
-¡Así es! –repuso sombrío, con aire de víctima-. La última vez que amanecí allá, la comencé aquí mismo con una damajuanita como ésta y con un blanco casero.
-¡Bueno! ¡Esta vez no pasará lo mismo! –Y para darle confianza llené un jarrazo con el rubio licor, me lo bebí guasamente, a lo bebedor veterano; volví a llenarlo y se lo pasé a don Goyo con aire campechano-: Beba, amigo.
-¿Así que usted mismo no me hará llevar al…?
-¡Le doy mi palabra de honor! –le contesté sincero y entregado.
-En siendo así, me propasaré con un traguito. –Y se volcó golosamente todo el contenido. Se animaron sus ojos. Por momentos le relampagueaban alegrías desatadas, seguidas por opacas tristezas. Patente era su tentación por beber con angurria y, patente también, un misterioso temor a ser entregado a traición al enemigo. Yo comencé a sentir los centelleos del vinito casero; por momentos me acaloraban valentías temerarias y por momentos sentía miedos vergonzantes… ¿Y si se aparecía un atlético negro, un negro enorme, ¡todo un negrazo!? Si hasta me parecía verlo avanzando fieramente hacia nosotros y, haciéndome a un lado violentamente, cargaba con don Goyo como si fuera una pluma y se lo llevaba a su escondite en los carrizales del Zanjón. ¿Qué iría a hacer con don Goyo? Ya le había robado su libreta de enrolamiento y ahora… ¡Y, de repente, se me iluminó el misterio! Primero este negro salvajón mataba civilmente a sus atacados al privarles de libreta ciudadana y luego, ¡criminal!, los mataba físicamente. ¿Sería posible tanta premeditación? ¡Claro! Si hasta era una manera de borrar rastros al procurar la muerte absoluta… Lo miré a don Goyo con inmensa lástima y lo vi remeciendo, cabeza abajo, a la damajuanita. ¡Había bebido hasta la última gota! Y vi que me clavaba la mirada con ojos encendidos. Yo, pescador de primicias folklóricas, me encontraba entre cambiantes luces y calores. El jarrazo de vinito blanco que bebí y las mentas del Ciriático ése me subían y me bajaban a los extremos del valor y ¡de lo contrario! De veras que comencé a sentir, no una vaga sino una concreta bajada al terror. La mirada de don Goyo adquiría tintes infernales. ¿Estaría mirando al Negro Ciriático escondido por ahí? ¿Lo veía acercarse, artero y cruel? Sentí puntazos en mis costillas…
Por fortuna apareció la parda doña Ulogia, que también es comadre de don Goyo y le lava la ropa. En cuanto lo vio en ese estado, se llevó las manos a la cabeza y comenzó a lamentarse. ¡Ah, compadre! –es que le decía-. ¡Ya cayó en la tentación!… ¿No le rogué mil veces que no probara nunca un vinito, por rico que fuera?… ¡Ahora le va a venir el mal y me lo llevarán de nuevo al… Ciriáco ése!
-¿A lo del Negro Ciriáco? –inquirí yo asustado.
-Sí, pues. A donde lo llevan siempre que se propasa con el trago… Mi compadre es de mala bebida y en cuanto carga un poquito la mano se pone hecho un loco de atar, y…
-¡… se le aparece el Negro Ciriático y le quita la libreta de enrolamiento!
-Bueno; ahí se la hicieron dejar para obligarlo a volver en cuanto se desmande con el trago. Lo hacen los dotores para tenerlo más a mano y favorecerlo.
-¿Qué doctores, doña Ulogia?
-Los del Siri… ése. ¡Jesús, por Dios que no pueda pronunciar ese nombre tan imposible! –se quejó la pobre.
-¡Claro! –pensé yo-. ¡El terror la paraliza! –Pero volví, extrañado-. ¿Es que hay doctores en lo del Negro ése?
-Uh… Como diez dotores y ¡no son malos! A unos los curan y a otros, no.
-Pero ¿qué diablos es esto? ¿Doctores? ¿El Negro Ciriático? ¡Acláreme, doña!
-Pero si usté lo conoce. Está allicito, no más… en esas grandes casas tan bien cuidadas y a donde llevan a los que perdieron el tornillito…
Comencé a entrever una verdad tan sencillota que sacaba los estribos.
-¿Qué tornillito?
-Usté bien sabe que cuando se deschaveta el entendimiento del cristiano, me lo llevan a las casas que antes se decían de orates y que ahora le llaman… ¡Jesús, si se me traba la lengua! Le llaman el Neu… el…
-¿El Neuro Psiquiátrico?
-¡Mesma cosa, pues! ¡Jesús, por Dios! ¿Qué les costaba dejarle el antiguo nombre de los orates?
Corrido y amostazado miré a don Goyo. Había sumado todas las presiones del vino blanco y me miraba como toro acorralado. De pronto vio al cuchillo e hizo mención de empuñarlo. Rápido me le adelanté y recogí la cortante arma; fue lo suficiente: se alzó como fiera y me atropelló a los alaridos. Apenas pude contenerlo hasta que llegaron dos vecinos y entre los cuatro con doña Ulogia logramos atarlo al horcón de la ramada.
-¡Corra! –me previno uno de ellos- ¡Arrímese al Neugro Celático y dé aviso, que enseguidita cairán para encerrarlo de nuevo…!
Y yo, asustado y arrepentido de haber sido el causante de este ataque de locura, corrí. Corrí. Llegué fatigado y hablé con el portero y le pedí auxilio.
-Ya se le ha advertido a ese destornillado que deje la bebida, pero no falta otro borracho como él que le lleve la tentación a la casa. ¡Yo lo encerraría a él y al que le llevó el licor! –Pidió el auto de un médico y partimos a velocidad hasta llegar a la casita de don Goyo. Rápidamente lo encamisamos y, entre dos vecinos, se fue a los alaridos y con los ojos que echaban llamas.
Nos quedamos con doña Ulogia, tristísimos y a los comentos…
Pero muy luego tomé el rumbo de mi chacra. Me ardía la cabeza cuando entré por el largo callejón y medía mis pasos al son de mis recriminaciones:… sí, don Goyo, sí. Soy tentador, traidor y ¡aliado del Negro Ciriático!
FIN
“En
casa cuentos” por Gonzalo Aciar y Guillermina Luján. 2020
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Gonzalo Aciar.
Gracias por compartir y acercarnos a escritores argentinos.
ResponderEliminar¡Gracias a vos por leer nuestra selección! ¡Abrazo!
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ResponderEliminar¡Abrazo de libro!
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